Con el fin de ver el reportaje de la segunda cadena de
televisión, entré en casa precipitadamente.
Era domingo.
Dejé el paraguas chorreando, en el paragüero de
cerámica de Talavera.
Esperaba con impaciencia la tercera carta.
La segunda fue una postal en la que me anunciaba que
estaba de vacaciones en la playa.
Pero de eso hacía ya más de cuatro meses.
Una larga y penosa enfermedad había acabado con su
manía, su costumbre de escribir. Luego, de la operación a vida o muerte, salió
adelante. Estaba acostumbrado a sobrevivir a casi todo.
Supe de él a través de un programa de televisión; un
documental histórico que daba cuenta de una ajetreada vida. Una guerra
incomprensible le había forzado al exilio en el país vecino.
Me lo anunció en una carta. Una emocionante carta que
me enraizaba en la historia. Era su primera carta. La guardé con cuidado dentro
del libro “Morir por la libertad” de Eduardo Pons, un viejo socialista. Lo
había adquirido en una librería clandestina años atrás.
Luego hablé con él por teléfono un par de veces.
Su voz era la de mi padre.
Llevaba fuera más de sesenta años, pero su patria
estaba aquí. También aquí estaba su familia, sus raíces y su historia.
Y yo era parte de su historia futura, de su
resurrección, de su supervivencia.
Por eso, sin conocerlo, tenía miedo del contenido de
esta tercera carta en la que a buen seguro me hablaría de él, de mi padre, de
mi abuelo, de Castuera, y de otras muchas cosas perdidas en el tiempo, en la
memoria y en la vergüenza.
Cuando le vi en la televisión hablaba del miedo y de
la guerra, de lo que sufrió y de lo que aprendió, de lo que olvidó y de lo que
rezó. Entonces supe que era como mi padre. Él también había pasado por lo mismo,
aunque nunca quiso contarme más que algunas pinceladas. Sí, su voz, su cara y
sus gestos eran los de mi padre.
Lloré.
No hacía dos años que había muerto mi padre de cáncer
de colon, pero estaba allí, en la televisión, hablando por boca de su primo. De
mi primo, del que ahora esperaba una tercera carta.
En el programa de la televisión no hablaron casi nada
de los horrores de la guerra, ni de las víctimas de los vencidos. También
tenían miedo. Todavía tenían miedo.
Pero él, mi primo, guardaba como en un cofre toda
aquella historia inolvidable. Las experiencias amargas dejan un largo recuerdo.
Dejan unos grandes amigos…. dejan todo. Se hacen inolvidables.
Los ancianos viven el pasado de una forma memorable.
- Donde vivimos aquel horror, ahora hay un gallinero -
me había dicho por teléfono con resignación para anunciarme el reportaje. La
gente todavía tiene miedo, y eso que ahora gobiernan los suyos...
Era consciente de mi responsabilidad. Tenía que
trabajar al día siguiente, y ya era tarde, pero estaba viendo a mi padre vivo,
estaba viendo la historia de mi pasado, y no me podía resistir.
- Cuatro horas de grabación para nada.... Así la gente
nunca sabrá la verdad.
Recuerdo cuando le vi, en el brazo derecho llevaba
grabado a sangre y fuego un número que le habían otorgado en un campo de
“refugiados”, en Polonia. Era su vergüenza y su recuerdo. A todos nos lo enseñó
como si fuese una lección que la humanidad había dado en él para que nunca más
se repitiese.
De Polonia escapó a España. Nunca supe cómo ni cuanta vida derrochó en
aquél heroico empeño.
Le cogieron “los otros”, en su propio país y le
llevaron a Castuera. Desde allí también huyó. Setenta y dos días para llegar a
Francia y conquistar su libertad.
Noventa y cuatro años. Es una situación comprensible.
Tampoco sus hijos habían querido venir a España.
A mi me había invitado varias veces a visitar Europa.
Decía que era una vida diferente.
Había sentido profundamente la desaparición de mi
padre. A él y a mi abuelo los consideraba unos héroes, y yo necesitaba saber
por qué.
Miré por la ventana. Ya se había cerrado la noche.
Seguía lloviendo.
Habían pasado sesenta y cinco años.
La
casa de piedra, donde ha vivido mas de sesenta años, proyecta una sombra larga
al atardecer. Un sol rojizo acompaña a una asamblea de colores que pinta el otoño
con tonos crema, casi inertes, diáfanos…
Junto a la puerta entreabierta una silla
de enea, con respaldo de madera recio, soporta todo el peso de una vida que se
resiste a su final. -
El frío no puede con su chaqueta de pana.
La boina negra protege su cabeza y sus
ideas. Una mirada azul, intensa se escapa de sus ojos alargándose por un camino
que ya a penas se ve.
Es una mirada anclada en la nostalgia. Una
mirada a la deriva… persigue un color ausente.
Una mirada que, al amanecer, mira al oeste
a su querida España, desde la Francia que le acogió, y al atardecer se dirige
al este, a su Amberes de adopción,
Lleva
unas gafas negras. Nunca se atreve a mirar al sol. Tal vez su luz bochornosa le
traiga recuerdos de viejas canciones que le obligaban a cantar en sus tiempos
de juventud.
Mueve
los dedos de las manos nervioso. A cada movimiento un nombre, una señal, tal
vez un número, pero sin duda un rostro, una sombra, una vida y un recuerdo.
Los
agrupa de diez en diez, como en un batallón de combate.
---… Uno, siete, Tomás Bargés. ¡Presente!
---… Uno nueve, Miguel Karner… ¡Presente!
---…
Uno diez, Manuel Salvadores… ¡Presente!
---… Seis cinco, Joan Pagés… ¡Presente!
---…
Siete seis, Agustín Chámesele… ¡Presente!
---…
Diez ocho, Julio Cas abona… ¡Presente!
Después
de cada nombre un silencio u y una lágrima. A su lado la sombra del ciprés
cercano languidece
---…
España limita al norte con los montes Pirineos que la separan de
Francia, al este con el Mar Mediterráneo, al sur con el Estrecho de Gibraltar,
y al oeste con Portugal y el océano Atlántico…
---…
Al norte con los montes pirineos, con Canfranc, con el Túnel, con la
libertad… Entre Castuera y la Libertad, hay una distancia de cuatro mil
doscientos kilómetros… Desde el lunes, primero de mayo de mil novecientos
treinta y nueve han pasado muchos días…
---... El jueves, cuatro de enero de mil
novecientos cuarenta. Seis camaradas escapamos de la muerte en Castuera. Al
frente la vida, al norte la esperaza… Setenta y dos jornadas… A sesenta
kilómetros por noche… en pleno invierno, mal vestidos, peor calzados.
---…
Sí. Fue un camino muy extenso, a lo largo de una patria ensangrentada.
Nuevamente
se detiene para tomar aliento, y dirigiéndose a su imaginario compañero, sigue
hablando, contando una historia demasiado real para ser cierta. Demasiada cruda
para ser real. Demasiado negra y amara, como para no crear miedo y vergüenza.
---… Teníamos que pasar por Toledo, Madrid,
Guadalajara, Zaragoza, y Huesca... cada provincia una cruz. Cada cruz una
batalla, y cada batalla, sangre. Toda la sangre. Sudor, todo el sudor. Y
lágrimas. Lágrimas no. Aún me quedan para todos los que cayeron en cada uno de
esos fracasos...
---… El Tajo, el Duero, el Ebro, que buena
agua la de esos ríos... Cuanta sed saciaron... Escapando hasta el viernes,
veintidós de marzo de ese mismo año en que los franceses nos hicieron prisioneros
y nos intentaron en un campo de concentración francés. Pero ellos eran más
humanos. Mucho más humanos...