Gracias a la luna llena no necesité antorchas
ni velas. para llegar a su cabaña
Me recibió sentado sobre la gran roca de
granito negra que se levantaba al oeste. El cielo debía de parecerle
misterioso, fantástico. Hasta pasados unos minutos, que me parecieron siglos,
no se percató de mi presencia. Me recibió el ladrido de sus perros. Cuando se
dio cuenta empezó a hablar como si le faltara el tiempo.
Entonces me enteré de que
el pastor todos los segundos jueves de cada mes, que en su nombre tenía la
letra “r”, se subía a aquella roca de granito, que según los antiguos separa
los dos mundos, para encontrarse con él, que sólo se aparecía el día de la
primera luna llena de los meses que llevan su nombre la letra “r”. Ese era el primero de los secretos que Tathamet, el dragón del Diablo, le reveló, pero no el más importante y que había guardado
celosamente, hasta aquella noche. Necesitaba hablar, contarme que aquel
misterioso animal al que todos consideraban el guardián de los enigmas, le
había concedido el deseo de vivir hasta el día en el que repartiera algo suyo,
por liviano que fuera, con cualquiera de sus tres hermanas. Desde aquel día
decidió vivir solo, para evitar cualquier tentación.
Tuvo que asumir que nunca
necesitaría nada de ellas y ellas tampoco le necesitarían a él. Fue como si las
hubiera matado y aquella culpa le había torturado durante todos los años de
aquella larga vida, hasta aquella noche en la que había vuelto a ver a
Tathamet; por eso silbó con tanta insistencia aquella noche.
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