lunes, 30 de marzo de 2020

GLORIA para Gloria Lago Pérez A Gudiña en torno a los años 1960-68 por JOSE MARIA GARRIDO DELA CRUZ

Se alarga la sombra en la estación. Espero a que otro tren marque un tramo nuevo en mi camino. Las agujas del reloj van más despacio. O al menos a mí me lo parece. Me acerco más. Las miro fijamente. Es el mismo reloj, las mismas horas Ya no hay nadie sentado en esos bancos. También se ha ido el jefe de estación. A lo lejos el horizonte sigue allí. Son otros nombres. Se oye un pitido prolongado, que sale del túnel y viene hacia la luz. Me subo en el último vagón, tal vez para alargar un poco más el viaje o llegar mas tarde a mi destino. La vida empieza a andar, como el tren, al principio muy despacio. Luego el paisaje pasa sin darme apenas cuenta. En los vagones se mezcla la madera de roble y de castaño. Uno de los primeros viajeros que ha subido, Irwin Wallace, ataviado con abrigo, sombrero y pajarita negra, le entrega a su viejo amigo y compañero de viaje Edward Grieg su legado: el Premio Nóbel. Le coge de sorpresa. Pasadas varias estaciones, a través de la ventanilla medio abierta oigo su tañido lejano, y me pregunto: - ¿Por quien doblan las campanas? Acaban de subir otros viajeros José María Gironella, vestido con la cazadora de pana parda del Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat, me responde: - Pregúnteselo. Es Robert Jordan, especialista en explosivos. Él conoce la respuesta. Vierte hacia mí una extraña mirada. Le reconozco, siento miedo y no le pregunto nada. En cada estación suben nuevos viajeros. En el suelo casi escondidas por los asientos diviso un par de sandalias sencillas. - Son de él - Me dice en voz baja Morris West, que ha subido hace ya un buen rato, señalando a su compañero de viaje, que escucha abstraído el tañido de la campana. - Es Cyril Dacota. He oído que acaba de ser nombrado Papa y tiene una difícil tarea por delante. Me doy cuenta de que han pasado ya muchas estaciones. Muy cerca de él, se ha sentado Christoph Gluck, quien me sonríe. Me reconoce. Sabe que he escuchado muchas veces su obra maestra, Don Juan. Como a él, me espera una mujer. Desde el asiento de atrás Héctor Berliotz y Henrietta Constance Smithson, contemplan enamorados, el paisaje. Tal vez se imaginen una Sinfonía Fantástica. Antonin Dvorak, sentado al lado de Rusalka, la hija del genio de las aguas, garabatea unas corcheas para su ópera. Le resulta fácil desde allí imaginarse la obertura. No le interrumpo. Música y palabras, creadores y creación, se entrelazan a través de los cristales. El tren sigue lleno. A ella no la reconozco, sólo guardo su nombre y un retazo de historia que escribimos juntos en mi infancia ya lejana. Gloria me espera en la penúltima estación. Tal vez lleve un libro entre las manos. Me hizo el mejor regalo de mi vida. La afición a la lectura, la vocación de escribir. El tren va perdiendo poco a poco velocidad, se acerca la penúltimo estacón. El tren se para. Bajo despacio. No llueve. La veo a lo lejos. Ya no es la adolescente que guardo en mi recuerdo. Es una mujer mayor. Parece estar protegida por una muralla de horas olvidadas, de libros apilados, como todos los días de su historia. ¿Estará escrito mi nombre en alguna de esas páginas? He comprado en la estación de origen un cuaderno y sus hojas se han vuelto amarillas a lo largo del viaje. No tienen ni un solo garabato. Todas ellas están impacientes por la tinta. Me acerco a la mujer y le pregunto: - ¿Por qué lloran los castaños? Ella sabe de qué hablo. No hacen falta más saludos. - Vamos - ¿Dónde me llevas? - Al paraíso de las letras, pero dime, ¿te ha servido para algo mi regalo? Sonrío. Ella conoce el cariño con el que lo conservo. - Claro, mira. - Y le enseño a todos mis amigos, que van bajando a saludarla. También los conoce a todos. El tren se aleja vacío. Cogidos de la mano como cuando era un niño, nos sentamos frente al puente para seguir leyendo. Entonces le enseño mi última obra publicada “Horizonte al noroeste”, y nuestras miradas se pierden en q aquella dirección.

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