miércoles, 22 de abril de 2020

DÍA DEL LIBRO 2020


SE HA PARADO EL RELOJ EN LA TERRAZA,
COVI 19
JOSE MARIA GARRIDO DE LA CRUZ


Se ha parado el reloj en la terraza, 
tal vez cómplice del virus.  
son las ocho 
se rompen las palmas de las manos.

Pegadas las hojas 
 al principio de este calendario, 
sin estrenar siquiera
 en este año siniestro 
y entre ellas van quedando
las cifras de los muertos.

Cada dia 
salta el parte de una guerra sin cuartel
a cada hora de este reloj roto,
 un ¿hasta cuándo?

Y no hay oraciones ni campanas, 
desiertas las calles, calladas las ausencias
los buitres en el cielo.

Cada tarde me piden un poema y una luz
y tengo el papel en blanco,
infectada la memoria,
el tiempo roto, cerradas las ventanas,
los amigos alejados.
vencida la palabra,

No puedo responder.








martes, 21 de abril de 2020

EBANISTA DE LA LUNA




DE MI POEMARIO VESTIDOS POR LA NIEBLA
Ojalá fuesen flores que robasen la muerte del niño y su memoria”

Fermín Fernández

¡Platón… Platón…
que verdad es tu mentira! ,

¡Qué mentira es tu verdad!
Si este verso, como el sueño fuese tuyo,
te lo robaría despacio…

“Ojala fuesen flores que robasen la muerte del niño 
y su memoria”
te veo descender entre luceros, 
y trabajar como ebanista de la luna

¿Pero,  sabes que pasará mañana?
¡está tan lejos y tan cerca… como el sueño!
si lo supieras…  te robaría tu secreto,
tan despacio…
tan despacio… como se marcha la tristeza.

He caminado entre sombras 
para evitar la oscuridad

Se que lo sabes, y lo ocultas
entre todos los silencios de la noche,

Se que lo sabes, y en tu vuelo,
me regalas y me robas la esperanza

Me prestas la luz entre  jirones,
para que nunca olvide las tinieblas…

Y te veo desnudo en tus ideas,
explorando senderos de  palabras,
como un lacayo, como un mendigo, 
como un dios…

Por eso soy tu esclavo y tu criatura,
tan débil e imperfecta….

Tan débil e imperfecta….,
que apenas me queda un dios 
para escribirle, 
que ya no me queda un dios 
en quien creer..

viernes, 17 de abril de 2020

COMADRES por JOSÉ MARÍA GARRIDO DE LA CRUZ


- Entre lo tolerado y lo prohibido, - dice en su pregón el ilustrísimo Sr. alcalde Pedamio -, éste es el primer año que se autoriza aquí esta fiesta para memoria de la Santa Compaña. para que sirva de recuerdo de la severa advertencia a las adulteras prostitutas y pecadoras, – seguía –, por estar ya sí santificada con la presencia de los representantes de Dios en la tierra.
     - Y en el cielo por las mujeres de buena voluntad, escapadas del infierno, para gloria de Dios, Padre, hijo y Espíritu Santo.
Yo lo oigo detrás de mi padre, perdido en la pequeña muchedumbre que se agolpa para disfrutar de la fiesta.
A mi lado hay más niños.
Un potente cohete hace explosión en ese instante iluminando el cielo de una noche primaveral. 
Reina un mágico silencio que sólo se rompe con el fuego. 
Al frente arde despacio un gran muñeco, hecho de cañas y paja atadas con cuerdas y trapos viejos de vivos colores. 
Uno de los curas a modo de “estadéa” o espectro mayor, lo sujeta fuertemente.
A su lado otros dos curas, jóvenes guardianes, voltean sendos incensarios.
Las mujeres, - y algunos hombres atrevidos y disfrazados sin permiso del alcalde -, que tienen la cara pintada y visten túnicas largas, negras y amarillas. se acercan al gran muñeco y encienden cada cual su propia vela.
Unas a la espalda y otras haciendo un extraño y milagroso equilibrio sobre la cabeza llevan sacos de esparto cargados de erizos del castaño y calabazas, con los que se disponen a apedrear al diablo.
Asustado veo como se forman dos filas, mientras un intenso olor a incienso y cera se extiende por la montaña.
Ya no tengo miedo a los truenos.
El estallido de un nuevo cohete en la noche, y la orden inapelable del alcalde, basta para que la comitiva y ponga en marcha.
La sotana negra, larga, abotonada hasta el final del estadéa, apenas le deja correr, y tropieza y cae, y se levanta. 
Y vuelve a caer varias veces, pero se revive, y sigue su escapada.
Aquella serpiente de fuego y música fantasmagórica, ancestral, se escurre despacio ladera abajo, hacia el río, mientras vuelan erizos y calabazas hacia delante.
A medio camino, al llegar al viejo puente de piedra, se detiene.
Echan de menos a Aurora y al Anizeto. 
Ya son mayores, aunque no ancianos.
No están entre los disfrazados.
Un nuevo estampido en el cielo confirma su sospecha, su ausencia.
Se ha levantado viento, pero no llueve.
Los cuatro elementos se conjuran.
El mayor de los curas, el más viejo, se encarama sobre una roca de pizarra, en un extremo del puente, y acecha.            
Desde abajo le vemos con nitidez.
Tiene un aspecto siniestro.
Con la mano izquierda levanta la cruz de madera negra. con la derecha, la antorcha que ilumina el cielo.
 Aúlla como los lobos, para llamar a los ausentes.
Después de nombrarles tres veces, en espaciadas secuencias, y sin que haya respuesta alguna, la comitiva pone otra vez en marcha a ritmo de gaitas y de tambores.
Su sombra se hace larga como la de los siete acebos que abajo coronan una especie de atrio, donde otro grupo de músicos recibe a la comitiva.
Abajo, en el centro a modo de altar, - donde nos encontramos -, una gran mesa de piedra sobre la que descansan varios sacos de castañas y dos grandes toneles de vino.
Cada mujer, atada al refajo, lleva una vasija que hace sonar al ritmo de la música, en la que dará de beber a su hombre.
Aurora y Pepe Diéguez no aparecen, y el cura sigue aullando desde la roca, entre los s sonidos de las vasijas, de los tambores y de las gaitas.Silencio.  Llegan los hombres.
El alcalde Pedamio, el único sin disfrazar, aunque con su traje y sombrero negro, es el último en entrar en la explanada y alzando la Bara de mando, señala al viejo cura, pidiéndole permiso.
Él baja la antorcha y la cruz, en forma de asentimiento, que es saludado con la explosión de un nuevo cohete. 
Entonces, los dos ausentes hacen su entrada en el atrio cada uno por un extremo.
Ella aporta el jarro de vino y los erizos, él la azada y la guadaña.
Son recibidos con un enorme aplauso y se enciende la fogata en el centro de la explanada.
Los curas y el alcalde presiden la ceremonia. 
Las castañas al fuego se hinchan y crecen como la vida, hasta que estallan como la muerte, pero el vino resucita a los muertos y anima la fiesta.      
Mi padre me da un puñado de castañas, y yo lo siento como si fuera un sueño, pero no me deja beber. 
Dice que el agua es mala con las castañas asadas. 
Yo le hago caso.
Acabadas las danzas y la comida, subimos hacia la aldea, deprisa por temor a la lluvia y a los lobos. 
Corren tiempos difíciles, en los que los recuerdos han quedado suspendidos entre la magia y la niebla.

miércoles, 15 de abril de 2020

GRACIAS ENRIQUE


Tal vez, inconsciente no haya puesto la radio ese dia para no enterarme del fallecimiento de un gran hombre, Enrique Mújica Ellzoj, el hijo del violinista, ministro de Justicia y defensor del pueblo, y de sus valores, de quien no hace falta recordar su biografÍa. Tuve la suerte de conocerle y coincidir con él muchas veces, sobre todo cuando íbamos a recoger a sus nietos y a mis hijos al colegio. Él no quería que le llamase de usted, me dejaron marcado su honestidad y su coherencia, por eso ahora solo puedo dedicarle una sonrisa de agradecimiento por su vida. Gracias Enrique.

lunes, 6 de abril de 2020

La Carpintería POR JOSÉ MARÍA GARRIDO DE LA CRUZ 6 DEA BRIL DE 2020



El aroma a madera de castaño que se escapa bajo la puerta e impregna la lluvia de la tarde, vuelve a pintarme las caras de los amigos de la infancia, Manolo, los Estébanes… sus familias huelen a serrín y me gusta. 
Sus voces siguen conservando la textura de los años aquellos, y su aliento, que aún me  sabe a barniz.
Ellos ya no están y hay alcalde y calendario nuevo.
A él le gustó mucho la idea.
Le he pedido al carpintero, unas piezas producto de mi imaginación.
Son ciento catorce, a dos por capítulo, una base y un soporte, aunque a mí me  gusta más llamarles fuste y capitel,  - inclinado para que  se pueda leer el texto -, en forma de atril o de peana.  El capitel de poco más que un folio, y el fuste, de un metro y medio.
El carpintero no alcanza a comprender mi propósito, pero realiza la obra con precisión y  sensibilidad. 
He retomado el libro “Horizonte al noroeste” y he imprimido en papel de oro y con letras de orgullo, los cincuenta y siete capítulos por separado. Uno en cada folio. 
Cada uno de ellos irá sobre su capitel soportado por el fuste, formando cual columnatas, un templo divino en el recuerdo. Las colocaré  junto a la puerta de las casas que habitaron  mi infancia, para que sean fijadas, en la tierra por un amigo, un heredero de aquel tiempo y sonarán las gaitas. Y sus rostros volverán reflejados en la lluvia de la tarde o en mis lágrimas.
El cepillo disfruta sobre la madera de castaño, terminando el pulido del capitel número  seis, mientras las otras piezas van saliendo, dispuestas para darles sus últimos retoques. 
Siento la luz en los ojos del carpintero cuando aparece el rostro de su abuelo.
Él no tenía máquinas. 
El reloj esparce la dicha desde la ventana de atrás. El tiempo se detiene  en el bote de barniz  y los pinceles dibujan momentos de gloria.
El capítulo seis se lo dediqué a Tomás, el zapatero que arreglaba los zapatos allí junto a la iglesia vieja de San Martin. De su hija, Cristina, nunca volví a saber nada, creo que es juez,  el carpintero se llama Tomás como su abuelo, pero no me atrevo a preguntarle por mi amiga. 
Tomás se coloca junto a mí y observa la pieza de lejos.  Miradas y silencios van hacia el pasado. 
Mientras me pregunto cuál será el capítulo siguiente, una mujer mayor que no logro reconocer asoma por la puerta.
Es doña Manuela  -me dice el carpintero-  y siento que los reyes llegan tarde. Ella no dice nada y  se dirige a la estacion, donde las bicicletas siguen de pie, sujetas a un  carro de tres ruedas – parece el carro de los Estébanes, es azul ,   tal vez esperando que  pase otro tren, o que los niños vayan a jugar con ellas. Hay dos muy parecidas, verdes, una no tiene barra, es de chica. Son de la misma marca. Esta vez también gano. 
Los Villarino, o los “Estébanez” como me gusta recordarles no tienen capítulo en el libro, pero yo si guardo  su carro en la memoria. Con ellos y con Pedrito tengo pendiente terminar, en el porche de mi casa, una partida de parchís. La empezamos hace sesenta años. 
Él no tiene capítulo en el libro, bueno si, su padre Benito el sargento, al que recuerdo con sus dos gorros que tanto me gustaba ponerme, pero nunca le vi con un tricornio. Ni él, ni Luisa su mujer podrán ver estas columnas, pero si Pedrito que, aunque no le volví a ver desde que se marchó para hacerse cura, vino al bautizo de Horizonte.
Paco, desde el muro de piedra que hiciera su abuelo, me mira como si estuviera en otro mundo. Ese es un capítulo distinto. Son muchos capítulos y tengo que dejar trabajar al carpintero.
Está ahí a dos pasos; es el centro cívico. Lleva el nombre de mi querido profesor de geografía, literatura e historia, O “Xocas”. No sé por qué  aquí le dedicaron este centro. Tampoco se si los que lo hicieron sabían que le faltaba la última falange del dedo corazón de su mano derecha, es un detalle que no importa, pero yo lo recuerdo con nitidez.
El homenaje a Severino Prieto, capítulo once, “tesón de abeja”, luce en primera fila y el brillo de mis ojos revolotea en torno a esos animales que parecen moverse en mi recuerdo. 
También está a su lado el capítulo cincuenta y le miro los zapatos, ahora son más grandes, ya no juega a la pelota y no salta al atrio de la iglesia. 
Hay coches. Entra un señor bajito con gorra negra como la de mi abuelo y me mira atentamente. Reconozco a Vicente.  Es más joven que yo, tiene todavía la frente ancha. Es como un espejo en el que se reflejan unas lágrimas que no quiero dejar salir de mis ojos, pero ellas no me hacen caso.
Veo venir al carpintero con un carro de tubos azules y de tres ruedas, como el de los Estébanes. - ¿O es el  mismo? -E me dominan los recuerdos. Yo también me estoy haciendo viejo. Demasiado viejo.
Me gusta como han decorado la sala para la presentación: 
Mientras terminan, salgo fuera a respirar, necesito aire.











domingo, 5 de abril de 2020

BIOGRAFIA INTIMA Para el que no me conozca JOSE MARÍA GARRIDO DE LA CRUZ



Daniel, mi padre, llevaba trabajando cerca de ocho años en la Renfe cuando le ascendieron a capataz,  con el traslado a A Gudiña, tuvo que dejar a sus padres y hermanos en su ciudad natal. Era el primero de marzo del 1959. Llegamos en el tren exprés a la una de la madrugada. Nos recibió la nieve. La casa estaba cerca, solo había que atravesar un gran patio que, días después, cuando se quitó la nieve, me enteré  que era de adoquines. Yo ya sabía  lo que eran los adoquines. Mi padre hizo tres viajes en la noche antes de llevarnos a la casa. El primero para abrir camino, el segundo para llevar las maletas y el tercero para llevarnos a nosotros. Menos mal que estaba cerca. En la estacion había calefacción.
Me perdí en aquella casa. Una habitación para mi solo. Además, de  la habitación que papá dedicó a mis juguetes. En el aseo blanco, había una gran bañera como una piscina para mis barcos. Ocho días después, entre la nieve yo cumplía seis años.  Lo veía todo blanco. No podía salir. Tampoco lo necesitaba. Mamá – Paulina -, estaba feliz en aquella casa, con calefacción y agua caliente. Yo aún no había descubierto el corral.  La primera vez que se marchó la nieve, mamá me puso una bufanda,  un gorro y un abrigo y me lo enseño. Mis ojos debieron brillar como nunca. A los pocos días me llevo a  la escuela de los pequeños, no recuerdo como se llamaba la maestra. Enseguida me pasaron a la escuela de los mayores donde daba  clase don Laureano. Yo me seguía acordando de Sor Margarita, doña Carmen y doña Remedios
Luego llegarían al corral, la cabra, las palomas, los conejos, las gallinas… Papá me hizo un columpio en el corral y yo monté mi primer laboratorio de química, con carbón agua,  tizas y el carburo de los candiles. 
La luz de aquellos candiles duró más de cinco años,  hasta que me llevaron interno al Colegio Cisneros que lo dirigía un señor muy importante al que llamaban Xocas. Enseguida se convirtió para mi en un mito. Me daba clases de lo que él llamaba humanidades, literatura, historia, geografía.  Aprendí quién era el Quijote, que la tierra estaba inclinada y por qué había años bisiestos. Don Laureano y él, además de enseñarme a hablar gallego,  me regalaron dos vicios maravillosos: la curiosidad y el amor por las letras. Aun hoy son mis mejores amigas. 
Mis padres hoy tendrían noventa y seis años.


viernes, 3 de abril de 2020

A FESTA DOS CARROS por JOSÉ MARIA GARRIDO DE LA CRUZ Fotos del carro de JOSÉ RODRIGUEZ CRUZ




 Corren tiempos difíciles en los que los recuerdos quedan suspendidos entre la magia, la niebla y los cercanos aullidos de los lobos. Los tres ensotanados esperan a que rompa el alarido de las gaitas. Los ojos vivarachos de los monaguillos, escudriñan el cortejo desde lo alto del campanario. Tocarán a difuntos, aunque sea fiesta, es una costumbre antigua. Junto al cruceiro de piedra, la talla de la virgen negra, engalanada con un manto de hojas de castaño, también aguarda a que lleguen los tres carros cargados de castañas. Sobre el primer carro, que asoma tirado por dos vacas pardas, cual Taranis, el viejo dios de las tormentas, embozado en su traje de paja, el regidor levanta la vara de fresno, a modo de bastón de mando. En el tercero escondidos entre los sacos, dos toneles de vino oscuro, delicia prohibida a las ánimas. Las tres gaitas al unísono, rasgan el silencio de las montañas y el tañido lánguido de las campanas recorre el valle.  El rio Riveira parece despertar al redoble de los tambores. Frente a los carros, los tres ensotanados; el del centro con una cruz larga y de madera, y a los lados, los otros dos con antorchas de paja, aún apagadas. Más atrás, una fila de mujeres enlutadas, con velas que poco a poco van iluminando la noche. ¿Lloran o cantan? Con el redoble de los tambores y el cansancio de las campanas, la carretera adoquinada tiembla y hace huir a los lobos y a los vientos hacia las cumbres de la sierra de Queiza. Desde el principio del cortejo, de los carros va cayendo un reguero de castañas que señala el camino de regreso de las ánimas. Todos lo saben y por eso, ellas, - sobre todo ellas, las mujeres-, que temen a las ánimas -, van echándolas en sus cestas de mimbre. Los más jóvenes todavía no saben por qué, bajo los tejados de paja, en algunas ventanas, hay velas encendidas, resguardadas de los vientos dentro de calabazas. Los ensotanados entran en el serpenteante sendero que conduce a la ribera del rio y el reguero de castañas se hace más abundante. Los más pequeños juegan “a castañarse”, ellos lo llaman así; es el juego de apedrearse con castañas al son de los cantos ancestrales. Los cantos de los ensotanados se interrumpen bruscamente con algún castañazo fortuito. Con los vericuetos del sendero, los carros gimen. Ante su dolor las campanas guardan silencio. Mario Cavalho y Pepito Perillas los monaguillos, se desprenden de sus sotanas rojas y las dejan en la escalera de piedra amarilla del campanario y corren como el tiempo, cordel abajo, enseguida adelantan a Aniceto, que lleva dos cabras asustadas y alcanzan a las últimas beatas. Junto al castaño milenario que hay a la derecha del camino, cerca ya del cauce del río riveira, la comitiva y la música se detienen, Taranis se rebela como un trueno y se encienden las antorchas. Y el cohete desata la tragedia. Todos corren hasta la ribera, donde aguardan el fuego, en semicírculo, los hombres sedientos, ebrios los dioses y los muertos impacientes. Sobre el ara de piedras amarillas, en el centro de la media luna, la leña está dispuesta. Solo faltan el conjuro y el fuego. En medio de un profundo silencio, con las antorchas encendidas, las mujeres vuelcan los sacos de castañas sobre la leña, y los tres ensotanados se arrodillan frente al regidor, que cual Samhain, el dios, extiende el fuego mientras pronuncia el conjuro. Y vuelve el diálogo de las gaitas. Es una música circular, una danza que se alarga hacia el cielo como las llamas. Los redobles de los tambores se multiplican como las cabriolas de los danzantes hasta el estallido de la primera castaña. Con el vino las hogueras no se apagan. Pinos y castaños se reparten la geografía mágica de un sueño. Bajo los primeros la tierra queda al descubierto, y los segundos la ocultan con vegetación abundante. Las dos especies tienen espinas. En la tierra yerma, con cada castaña que revienta, surge una especie de pequeña fumarola, que todos los ojos quieren distinguir y que huyen a refugiarse junto a las velas encendidas. Son demasiado rápidas, efímeras. Los rapaces siguen con la vista esas volutas de humo y suben corriendo la cuesta para ver en qué casa se deshacen. Bien entrada la noche el cansancio sustituye al vino y a las canciones agotadas. Unos dicen que es un volcán, otros creen que son las ánimas, que escapan de lo profundo para volver a sus casas. Solo se ven en este día, el de Samhain. Las gentes siguen teniendo miedo. Pero puede la curiosidad. Corren tiempos difíciles en los que los recuerdos quedan suspendidos entre la magia, la niebla y los cercanos aullidos de los lobos. Los tres ensotanados esperan a que rompa el alarido de las gaitas. Los ojos vivarachos de los monaguillos, escudriñan el cortejo desde lo altompanario. Tocarán a difuntos, aunque sea fiesta, es una costumbre antigua. Junto al cruceiro de piedra, la talla de la virgen negra, engalanada con un manto de hojas de castaño, también aguarda a que lleguen los tres carros cargados de castañas. Sobre el primer carro, que asoma tirado por dos vacas pardas, cual Taranis, el viejo dios de las tormentas, embozado en su traje de paja el regidor levanta la vara de fresno, a modo de batón de mando. En el tercero escondidos entre los sacos de castañas, dos toneles de vino oscuro, delicia prohibida a las animas Las tres gaitas al unísono, rasgan el silencio de las montañas y el tañido lánguido de las campanas recorre el valle. El rio Camba parece despertar al redoble de los tambores. Frente a los carros, los tres ensotanados; el del centro con una cruz larga y de madera, y a los lados, los otros dos con antorchas de paja, aun apagadas. Más atrás aún, una fila de mujeres enlutadas, y con velas que poco a poco van iluminando la noche. ¿Lloran o cantan? Con el redoble de los tambores y el cansancio de las campanas, la carretera adoquinada tiembla y hace huir a los lobos y a los vientos hacia las cumbres de la sierra de Queiza. Desde el principio del cortejo, de los carros va cayendo un reguero de castañas que señala el camino de regreso de las animas. Todos lo saben y por eso, ellas, - sobre todo ellas, las mujeres-, que temen a las ánimas -, van echándolas en sus cestas de mimbre. Los más jóvenes todavía no saben por qué, bajo los tejados de paja, en algunas ventanas, hay velas encendidas, resguardadas de los vientos dentro de calabazas. Los ensotanados entran en el serpenteante sendero que conduce a la ribera del rio y el reguero de castañas se hace más abundante. Los más pequeños juegan “a castañarse”, ellos o lo llaman así; es el juego de apedrearse con castañas al son de los cantos ancestrales. Los cantos de los ensotanados se interrumpen bruscamente con algún castañazo fortuito. Con los vericuetos del sendero, los carros gimen. Ante su dolor las campanas guardan silencio. Mario Cavalho y Pepito Perillas los monaguillos, se desprenden de sus sotanas rojas y las dejan en la escalera de piedra amarilla del campanario y corren como el tiempo cordel abajo, enseguida adelantan a Aniceto, que lleva dos cabras asustadas, y alcanzan a las ultimas beatas. Junto al castaño milenario que hay a la derecha del camino, cerca ya del cauce el río Camba, la comitiva y la música se detienen, Taranis se rebela como un trueno y se encienden las antorchas. Y el cohete desata la tragedia. Todos corren hasta la ribera, donde aguardan el fuego, en semicírculo, los hombres sedientos, ebrios los dioses y los muertos impacientes. Sobre el ara de piedras amarillas, en el centro de la media luna, la leña está dispuesta. Solo faltan el conjuro y el fuego. En medio de un profundo silencio, con las antorchas encendidas, las mujeres vuelcan los sacos de castañas sobre la leña, y los tres ensotanados se arrodillan frente al regidor, que cual Samhain, extiende el fuego mientras pronuncia el conjuro. Y vuelve el dialogo de las gaitas. Es una música circular, una danza que se alarga hacia el cielo como las llamas. Los redobles de los tambores se multiplican como las cabriolas de los danzantes hasta el estallido de la primera castaña. Con el vino las hogueras no se apagan. Pinos y castaños se reparten la geografía mágica de un sueño. Bajo los primeros la tierra queda al descubierto, y los segundos la ocultan con vegetación abundante. Las dos especies tienen espinas. En la tierra yerma con cada castaña que revienta, surge una especie de pequeña fumarola, que todos los ojos quieren distinguir y que huyen a refugiarse junto a las velas encendidas. Son demasiado rápidas, efímeras como la vida que casi no se deja ver. Los rapaces siguen con la vista esas volutas de humo y suben corriendo la cuesta para ver en que casa se deshacen. Bien entrada la noche el cansancio sustituye la vino ylas canciones agotadas. Unos dicen que es un volcán, otros creen que son las ánimas, que escapan de lo profundo para volver a sus casas. Solo se ven en este día, el de de Samhain. Las gentes siguen teniendo miedo. Peor puede la curiosidad.