Sus voces siguen conservando la textura de los años
aquellos, y su aliento, que aún me sabe
a barniz.
Ellos ya no están y hay alcalde y calendario nuevo.
A él le gustó mucho la idea.
Le he pedido al carpintero, unas piezas producto de mi
imaginación.
Son ciento catorce, a dos por capítulo, una base y un
soporte, aunque a mí me gusta más
llamarles fuste y capitel, - inclinado
para que se pueda leer el texto -, en
forma de atril o de peana. El capitel de
poco más que un folio, y el fuste, de un metro y medio.
El carpintero no alcanza a comprender mi propósito,
pero realiza la obra con precisión y
sensibilidad.
He retomado el libro “Horizonte al noroeste” y he
imprimido en papel de oro y con letras de orgullo, los cincuenta y siete
capítulos por separado. Uno en cada folio.
Cada uno de ellos irá sobre su capitel soportado por
el fuste, formando cual columnatas, un templo divino en el recuerdo. Las
colocaré junto a la puerta de las casas
que habitaron mi infancia, para que sean
fijadas, en la tierra por un amigo, un heredero de aquel tiempo y sonarán las
gaitas. Y sus rostros volverán reflejados en la lluvia de la tarde o en mis
lágrimas.
El cepillo disfruta sobre la madera de castaño,
terminando el pulido del capitel número
seis, mientras las otras piezas van saliendo, dispuestas para darles sus
últimos retoques.
Siento la luz en los ojos del carpintero cuando
aparece el rostro de su abuelo.
Él no tenía máquinas.
El reloj esparce la dicha desde la ventana de atrás.
El tiempo se detiene en el bote de barniz y los pinceles dibujan momentos de gloria.
El capítulo seis se lo dediqué a Tomás, el zapatero
que arreglaba los zapatos allí junto a la iglesia vieja de San Martin. De su
hija, Cristina, nunca volví a saber nada, creo que es juez, el carpintero se llama Tomás como su abuelo,
pero no me atrevo a preguntarle por mi amiga.
Tomás se coloca junto a mí y observa la pieza de
lejos. Miradas y silencios van hacia el
pasado.
Mientras me pregunto cuál será el capítulo siguiente,
una mujer mayor que no logro reconocer asoma por la puerta.
Es doña Manuela
-me dice el carpintero- y siento
que los reyes llegan tarde. Ella no dice nada y se dirige a la estacion, donde las bicicletas
siguen de pie, sujetas a un carro de
tres ruedas – parece el carro de los Estébanes, es azul , tal vez esperando que pase otro tren, o que los niños vayan a jugar
con ellas. Hay dos muy parecidas, verdes, una no tiene barra, es de chica. Son
de la misma marca. Esta vez también gano.
Los Villarino, o los “Estébanez” como me gusta recordarles
no tienen capítulo en el libro, pero yo si guardo su carro en la memoria. Con ellos y con
Pedrito tengo pendiente terminar, en el porche de mi casa, una partida de
parchís. La empezamos hace sesenta años.
Él no tiene capítulo en el libro, bueno si, su padre
Benito el sargento, al que recuerdo con sus dos gorros que tanto me gustaba
ponerme, pero nunca le vi con un tricornio. Ni él, ni Luisa su mujer podrán ver
estas columnas, pero si Pedrito que, aunque no le volví a ver desde que se
marchó para hacerse cura, vino al bautizo de Horizonte.
Paco, desde el muro de piedra que hiciera su abuelo,
me mira como si estuviera en otro mundo. Ese es un capítulo distinto. Son
muchos capítulos y tengo que dejar trabajar al carpintero.
Está ahí a dos pasos; es el centro cívico. Lleva el
nombre de mi querido profesor de geografía, literatura e historia, O “Xocas”.
No sé por qué aquí le dedicaron este
centro. Tampoco se si los que lo hicieron sabían que le faltaba la última
falange del dedo corazón de su mano derecha, es un detalle que no importa, pero
yo lo recuerdo con nitidez.
El homenaje a Severino Prieto, capítulo once, “tesón
de abeja”, luce en primera fila y el brillo de mis ojos revolotea en torno a
esos animales que parecen moverse en mi recuerdo.
También está a su lado el capítulo cincuenta y le miro
los zapatos, ahora son más grandes, ya no juega a la pelota y no salta al atrio
de la iglesia.
Hay coches. Entra un señor bajito con gorra negra como
la de mi abuelo y me mira atentamente. Reconozco a Vicente. Es más joven que yo, tiene todavía la frente
ancha. Es como un espejo en el que se reflejan unas lágrimas que no quiero
dejar salir de mis ojos, pero ellas no me hacen caso.
Veo venir al carpintero con un carro de tubos azules y
de tres ruedas, como el de los Estébanes. - ¿O es el mismo? -E me dominan los recuerdos. Yo
también me estoy haciendo viejo. Demasiado viejo.
Me gusta como han decorado la sala para la
presentación:
Mientras terminan, salgo fuera a respirar, necesito
aire.
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