lunes, 29 de enero de 2018

SIN AMOR, CINE






La elocuencia del título es suficiente para definir esta nueva película del director ruso, Andrey Zvyagintsev, ciento doce minutos de cine que han cosechado numerosos premios internacionales durante el año de su estreno entre otros, el Premio del Jurado en Cannes 2017, en la que se pone de relieve la decadencia de las relaciones humanas. Boris (Aleksey Rozin) y Zhenya (Maryana Spivak), una pareja rusa de clase acomodada, que ha llegado al odio, prepara su futuro al margen del obstáculo principal, Alyosha (Matvey Novikov), su hijo de doce años, pero los problemas se multiplican con su desaparición, problemas, o hilos de los que tirar, para realizar una dura crítica a la Rusia del momento.  La luz difusa, el entorno oscuro, la nieve, las ventiscas, el frio que se hace sentir en los huesos, la música obsesiva, persistente, son elementos simbólicos de las turbulencias más íntimas.  Es en suma un drama inquietante, que hasta el final. mantiene la atención del espectador.

REGRESAR A CHILE DE JAVIER DIAZ GIL


No miran al Pacifico los “Moais” en la Isla de Pascua, porque buscan los ojos del poeta, que, por el camino del verso, regresa esta tarde a Chile, de la mano de la editorial Lastura y con la palabra portical de Aureliano Cañadas, en un homenaje a la libertad de un pueblo, en su recuerdo de un viaje interior a lo largo de la estrofa, y arropado por poetas, amigos y curiosos por saber que esconde la tinta de su obra. Y habrá que decirlo. Javier Diaz Gil, (Madrid 1964), no es un principiante. Lo avalan los premios que no voy a enumerar, por problemas de espacio, lo avala la calidad de su palabra.  Porque como él mismo dirá” “Sólo la lluvia, la paciencia de la lluvia y quien la espera. La tierra dura, el cereal, el poema. El agua que corre al fin entre los dedos, las palabras, el verso.”  No es preciso más para saber que hablamos de un poeta, que hoy se vale de la fantasía lírica para “Regresar a Chile”, en un viaje en el que vale la pena sentirnos compañeros.

miércoles, 24 de enero de 2018

LA SONRISA DE ANÚ




Desde las ventanas de mi hotel se aprecia con nitidez el gran agujero en la falda de la montaña. Aún se conservan en la cumbre los restos de algunas cruces del viejo cementerio.
 Fue al atardecer de la fiesta de Samhaín, hace ya veintisiete años.
Como hoy, era viernes, 31 de octubre.
Desde entonces los musgos y los helechos cubren todos los caminos que llevan al antiguo cementerio. 
Como yo, tampoco han dejado de llegar turistas a la aldea.
-  Perdone, no me daba cuenta de que es posible que no sepa nada de esa fiesta. - le digo mientras nos incorporamos al grupo que camina hacia el valle -, no está de moda. Ese día, se encuentran aquí los vivos y los muertos. Soy Lucas Jordán, antropólogo -, estamos alojados en el mismo hotel.
-  ¿Cómo?
-  Es hora de evaluación de los frutos de la tierra y de las obras de sus habitantes.
- Siga, por favor, mi nombre es Balbina Fontes, novelista. Conozco el tema a través de los libros, pero nunca me lo había explicado un antropólogo   me parece muy interesante.
-        Las fiestas de origen pagano, como esta de la recolección. están asociadas con la naturaleza y la forma de vivir de nuestros antepasados. Como hoy aquel día no llovía, pero el cielo tenía un color plomizo.
Hay riesgo de tormenta.
En el valle se aprecia un extraño silencio. Caminamos por una senda angosta y empinada, hasta cerca de la ribera del río, cuando el camino se corta con una pared de troncos en descomposición, que nos impide seguir.
Es una mujer alta, elegante, con melena rubia, joven, parece culta. 
Yo diría que ha viajado mucho. Desde pequeño me había imaginado así a las diosas, como ella.
-       ¿Ha oído alguna vez hablar de la leyenda de los siete hombres del traje de paja? 
No es mi intención asustarla.  Se dice que esa montaña está totalmente horadada y que en su interior vive una extraña comunidad de monjes que siguen las creencias de la diosa Anú. Se dice. Solo se dice.
-        ¿Está seguro?
-        Como usted, todos quieren oír las voces de esos monjes, sus cantos, o sus llantos.
Veo como se agitan sus pendientes de plata.
-       No se asuste, sólo es un trueno. Entonces el estruendo fue mucho mayor. Pudo oírse más allá de estos valles, y el pequeño río Pereiro, cerca del que ahora nos encontramos se desbordó. 
-  Nunca antes había oído hablar de los hombres de traje de paja de algo parecido. 
-   Mire hacia arriba.  Hacia la mitad de la falda de la montaña por ese lado, entonces se abrió un descomunal boquete.  ¿Lo ve?
-   Es enorme.
-   De aquellos hombres de traje de paja, solo quedan doce Todos los demás han muerto.  Pero también se dice que hay  novicios esperando.  ¿Ve esa especie de bancos de piedra en forma circular?
-        Sí.
-        Allí se sientan todos los días 31 de octubre, como hoy, después de dar doce vueltas a la pradera, para escuchar. 
-       ¿Para escuchar, qué? ¿Doce vueltas por qué?
-       La leyenda habla de la simbología de los números.
Balbina tiene el rostro sobrecogido.
Abajo las siete sombras alargadas de los monjes, tras rodear doce veces la pradera, se quedan sentadas sobre las piedras quedan dispuestas en semicírculo perfecto.
Doce veces se oye el tañido lejano y largo de la campana de la iglesia. 
Parecen estar cubiertas con hábitos.
En el valle hay un extraño silencio. 
Dicen que cantan. 
-        Me gustaría verlos más de cerca. ¿Avanzamos?
Accedo mientras comienzo a descender por una senda aún más angosta.
Siento cercano el ondular de su cabello rubio y largo. 
Su agradable perfume, que podría ser semejante al de la diosa Anú me inunda. Camina despacio, detrás de mí, con cierta dificultad, a pesar de las cómodas sandalias que ha traído para la ocasión. 
Al cruzar el cauce seco del rio Pereiro, me adelanta con paso decidido para iniciar el ascenso.
-        ¿Como se llama usted?
-        Balbina Fontes -, responde sin volverse
Sigue ascendiendo hasta el segundo repecho, siempre mirando al enorme agujero excavado en la montaña.
Un grito de horror y desesperación se escapa de mi garganta.
-       ¡Balbina!
Una columna de humo se levanta del lugar que pisan sus sandalias, y un aroma sulfuroso inunda el entorno.
Me quedo rígido, mirando al gran agujero. Allí, tras la larga fila de sombras, ella me saluda con una sonrisa cómplice.
Ya en el hotel, compruebo que no hay registrada ninguna mujer con el nombre de Balbina Fontes.

domingo, 21 de enero de 2018

EL TREN SE LLEVÓ NUESTRO SUEÑO


  

Si hubieran dejado fumar en aquel local de copas, el humo se habría llevado tanta soledad. No éramos amigos, pero queríamos hacernos fotos juntos. Expulsábamos el dolor del alma atándolo a la tinta. En esa última foto te acaricié y todavía siento tu temblor. El tren se llevó nuestro sueño.






sábado, 20 de enero de 2018

ESTOY LLEGANDO




Al principio no era así. No te asustes. A lo largo del viaje he perdido kilos, adquiriendo una imagen muy distinta de la que tenía antes, acorde con mis necesidades primarias, he tomado una forma extraña, cilíndrica, alargada, flexible, rugosa. Ahora lo importante es no perder altura, sujetarme bien a estas paredes cada vez más gelatinosas, para ello ¿necesito la vista? No, el objetivo no es verte y que me veas. He de vencer el poder de las corrientes jabonosas que siempre bajan. ¿Necesito el oído? Si, es fundamental, para oír tus gritos mientras me acerco. Necesito el tacto para que sientas el frio de mis caricias, para que sientas el dolor en mi presencia. No, no soy una amenaza todavía; estoy lejos, pero me acerco despacio a tus pies. Estás descalza. Solo falta un recodo. Dentro de un momento un grito. Intentarás pisarme, te morderé en el hueso y dormirás. Dormirás aterrada mientras te envuelvo con mis escamas y mis anillos; y perderás el color. Ya estoy saliendo por el sumidero de la ducha en tu casa y no me has visto; pero yo sí, aunque no tengo buena vista; El jabón, como el gel, es un peligro, me hace resbalar. Calmará mi sed. Ya lo siento, ahí está tu pie, el izquierdo, el tobillo, el hueso. Está salado. Es inútil, no grites, nadie te va a oír. Por tu cuerpo desnudo y limpio, voy a ascender latinoso, no opones resistencia, pero no te derrumbes, podrías aplastarme algún anillo. Mientras subo por tus piernas ¿te puedo contar mi historia? Se que no se lo dirás a nadie. No te dará tiempo. Tienes una piel muy suave. Llevo mucho sin comer. No te preocupes iré despacio, sujétate si quieres a los grifos y échate perfume caro, no me gusta que huelas a sudor. Y lucha. Es aburrido que no opongas resistencia. Te creía más fuerte. Yo era tímido, no recuerdo si masculino o femenina.
Ahora esperaré un momento, antes de seguir; tómate un respiro.
No me gusta la violencia, pero ya te he dicho que llevo sin comer más de seis días. ¡Qué bonitas! No te has quitado la pintura de las uñas. No te preocupes, será un momento inolvidable. ¿Qué te pasa? Acaricio tus hombros y no hablas, tus manos no responden, diviso tu boca ya bien cerca, armada hasta los dientes temblorosos, tienes la lengua rígida. Esa saliva verde que escondes en los labios es lo único que no me gusta. Me produce cierta repugnancia. ¿Respiras, todavía? Sí, noto el vertiginoso latido de tu corazón entre mis escamas y esa mirada que se va perdiendo en un horizonte cercano, que te ahoga despacio, despacio.



viernes, 19 de enero de 2018

Bienvenida tu tinta IGNACIO RIVAS


Ignacio Rivas no es la primera vez que nos visita.  Hoy vuelve a escribir emtre nosotros. Su relato

crisis

“Hoy echaron a papá del trabajo”, escribí en mi diario. A mamá se le llenaron los ojos de lágrimas cuando papá lo dijo y mi hermano también se puso a llorar.  “¿Qué va a ser ahora de este hombre?”, decía mamá por teléfono a tía Amelia. Pero papá no se lo tomó mal. Al contrario, vio su situación como una nueva oportunidad que le daba la vida. Ahora trabajaremos para nosotros, le decía a mamá. El se empeño, y mamá se dejó llevar… en parte porque en el fondo de su ser siempre había guardado el anhelo de montar un negocio. Era la única manera de prosperar. Pero en lo que no estaba muy de acuerdo era en que tuviera que ser precisamente una pescadería como quería papá. “¿Qué sabemos nosotros de pescado?”, protestó. Pero él se empeñó, y cuando papá se empeñaba en algo  no había manera de pararlo. Las cosas en el barrio fueron a peor: empezaron los “recortes” y las huelgas y a mucha gente le pasó lo mismo que a papá.  Y pronto se pudo ver que los sueldos no llegaba más que para comprar de vez en cuando un kilo de sardinas o de chicharros, y para el congelado ya estaban los supermercados. Total, que antes de cumplirse los seis meses, pusieron el letrero: “Cerrado por cese de negocio”
  No fueron los únicos, aquellos carteles de letras rojas sobre fondo negro empezaron a extenderse como una extraña gripe por los locales de nuestro barrio, pero papá no se rindió.  La crisis no lo iba a doblegar a él, un viejo sindicalista al que ni los propios “grises” de Franco consiguieron nunca hacerlo mirar al suelo. Un par de meses después escribí en mi diario: “Hoy papá y mamá han abierto una frutería”. “Nosotros, que nacimos en el campo, de otra cosa no sabremos, pero de fruta…”, había dicho papá haciéndole cosquillas a mamá, que se rió. Además de la fruta de temporada, trajeron variedades tropicales, de las que les gustaban a los “del otro lado”, que era como llamaban a los muchos inmigrantes que se habían instalado en el barrio. Buena idea. Pero cuando ya le empezaron a coger el tranquillo y parecía que el negocio iba viento en popa, llegaron los chinos. Y se pusieron justo enfrente. Mala uva por parte de los chinos y mala suerte para papá, mala suerte para todos nosotros. ¿Cómo podían vender la fruta tan barata? ¿Dónde rayos la compraban?  ¿Y por qué no cerraban nunca antes de las once de la noche aquellos malditos?  
Después, la floristería.  Y sí, las flores, con las que siempre habíamos mantenido una relación distante, de la noche a la mañana entraron a formar parte de nuestra vida. ¿Cómo podíamos haber vivido antes sin aquellos preciosos ramos de rosas rosas, claveles y margaritas que tanta alegría y tan buenas vibraciones producían a nuestra casa?  Rosas a domicilio. “Una rosa, un euro”. ¿Quién no tenía un euro para alegrarle la vida a alguien? La 
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idea era buena, y esta vez iban a por todas. “Mejor muchos pocos, que pocos muchos”, era la filosofía. Rosas rojas para la pasión, amarillas para la alegría, azules para el agradecimiento, blancas para la pureza y el amor eterno… Pero tampoco…, la gente arrastraba preocupación y amargura y no parecía estar para muchos romanticismos. “¡Sí que estamos nosotros para rosas!”, decían muchos cuando les llamaban a la puerta. 
¿Cuál sería el próximo? ¿Por dónde saldrían? Mejor: ¿por dónde saldría papá esta vez? Apostábamos mi hermano y yo: una carnicería, una lavandería, una pastelería… No. Nada. Después del fracaso de la floristería, papá se fue apagando lentamente, hasta que se hundió definitivamente en el sillón. Ni siquiera el futbol, ni su colección de sellos… Papá se trasladó a un mundo de zapatillas, chándal y bata de casa, un mundo de silencio y cabeza caída. 
Pasaban los días y entraban y salían policías con cartas, que papá se negaba a firmar. Algo iba mal. A mamá se le estaba poniendo el pelo blanco. ¿Qué pasaba? “Ya no me quedan lágrimas”, decía, y seguía llorando. Al principio se encerraba en el baño para que no la viéramos, pero llegó el momento que le daba igual hacerlo delante de nosotros. Y era triste verla, muy triste, pero ver a papá hundido en el sillón, quieto como una estatua de piedra, era descorazonador. “El sufre, no creáis que no. Sufre tanto que no puede llorar”. Papá no podía llorar, no… ¡ni tampoco dormir! A cualquier  hora del día y de la noche podías ver que tenía los ojos abiertos. Siempre los tenía abiertos. ¿Qué podíamos hacer para traer a papa con nosotros, para aliviar, sólo que fuera un poco, su sufrimiento? Nada, sencillamente esperar, tener paciencia. Paciencia, paciencia, paciencia…, esa era la palabra estrella de mi diario en aquellos tiempos. 
Un día en el colegio me enteré de que nos iban a quitar la casa. Y dicho y hecho: antes de que me diera tiempo de pensar lo que eso significaba, nos la estaban quitando. Papá se negó a levantarse del sillón. “Nos tratan como si fuéramos garrapatas”, gritó mamá a los policías con toda la rabia que llevaba dentro.  Abajo estaban los “anti desahucio”. Gente buena. Estaban con nosotros. Gritaban a los del juzgado. Se enfrentaban con los polis, se ponían delante de la puerta para que no entraran. Pero no sirvió de nada… ¡nada sirvió de nada! Los polis bajaron a papá en el sillón por las escaleras, porque no cabía en el ascensor y lo dejaron en la calle. Papa con su chándal viejo y su bata de casa y sus zapatillas de cuadros pisando el frío asfalto, ¡qué dolor! 
Nos fuimos a vivir con tía Amelia y tío Carlos y los primos: Jordi y Montse,  porque para eso estaba la familia… Mamá amplió su horario de trabajo: ahora no sólo limpiaba casas, sino también portales y oficinas, además de cuidaba ancianos… y si alguien le ofrecía otro trabajo, también lo cogía. Había que seguir pagando la casa que ya no teníamos. Si ya no era nuestra, ¿por qué teníamos que seguir pagándola? Nunca lo entendí. Mamá llegaba a casa muy tarde y venía siempre muy cansada y de mal humor. “Esto no es vida”, se le escapó alguna vez. Pero nunca, ni en la peor de sus horas, tuvo el más mínimo reproche hacia papá. 
Un buen día inesperadamente papá, como si se despertara de una larga y profunda siesta,  dio un bote en el sillón,  se puso de pie y dijo a voz en grito:  
-¡Agricultura ecológica! 
Para mamá, detrás de aquella “resurrección” de papá estaba la mano de Dios, el Dios que tanto se había olvidado de nosotros. Y aquellas dos palabras pronunciadas por él habrían de marcar a partir de entonces el rumbo de nuestras vidas. Y así fue como empezamos a hacer las maletas, y, con mucho dolor de corazón por mi parte, por las amigas que iba a perder, supimos que teníamos que ir despidiéndonos de aquella ciudad que tantos sinsabores había dejado en el alma de papá y mamá. Un día de principios de verano partimos hacia el Valle. 
Ya no estaban los abuelos, pero en los roperos, entre las arcas y las mecedoras de la maltrecha solana, quedaba su sombra. Olía a alcanfor, a tocino rancio, a tomillo, a orégano, a cuero gastado.  Una nueva vida estaba empezando para nosotros. Todo era viejo e increíblemente nuevo. Tomábamos posesión. Mamá abría las ventanas para que entrara la luz y sacaba las sábanas amarillentas de los viejos roperos para lavarlas, mi hermano se columpiaba  en el viejo columpio, medio comido por el óxido, que el abuelo había colgado de las ramas del cerezo. Yo escribía en mi diario: “Estamos en la casa  del Valle”.  
Apareció papá con una larga escalera. Iba a colocar un ramo de laurel en lo alto de la fachada de la casa. Pensaba que con eso espantaría definitivamente la mala suerte. Cerré mi diario y en silencio me dispuse a seguir sus lentas y torpes maniobras. Sólo estábamos él y yo. El subiendo con paso vacilante por aquella empinada escalera y yo sujetándolo con la mirada. 
“Quien pudiera volar” había dicho papá en el mirador, abriendo los brazos como si fuera un águila que volara planeando sobre las montañas y sobre el valle que se abría entre ellas. Había mandado parar el coche y nos bajamos para ver paisaje. Luego añadiría que en aquel estrecho surco entre montañas que veíamos allá abajo íbamos a ser una familia feliz. Lo dijo, y

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en sus ojos cansados se reflejó la dorada luz de la tarde. Mamá quiso esbozar una sonrisa y le salió una mueca de tristeza, luego miró al horizonte. 
Cuando papá termino de colocar el ramo, se quitó el sudor de la frente con la mano y desde allá arriba me miró muy fijamente, luego sonrió levantando el pulgar derecho en señal de vic

jueves, 18 de enero de 2018

“OPERACIÓN SINTAGMA”


Es esta una versión del relato "los guantes", ya publicado  en este   blog ,  revisado y  reformado. Entre las reformas destaca el cambio de narrador.
Nótense las diferencias.


Conocí a Joaquín en aquellos tiempos aciagos en los que por mis errores no me dejaban ver el sol. Era un hombre primitivo, solitario, amable, creo que tímido e indeciso. Se dejaba manejar. A través de él pude seguir  haciendo desde la sombra aquello que más me gustaba: dirigir el mundo, y se me daba bien porque todos hacían mi voluntad. Pero ahora, ya libre, le necesito más que nunca para seguir adelante con la operación
Le conozco mucho más de lo que él cree conocerme a mí, por eso sé lo que hace a diario; conozco a sus dos únicas amigas, sus turnos de trabajo, los sitios que frecuenta, dónde desayuna y dónde se compra la ropa. Creo firmemente en ese dicho que afirma que la información lleva al poder.
Y aunque él no lo sepa, es el eslabón que necesito para controlar a “Sintagma”.
He venido de nuevo hasta aquí, como los dos últimos fines de semana, para encontrarme con él.
Esta es nuestra tercera cita. Hoy también vendrá.
Es arriesgado, espero que no me descubra.
-         Buenas tardes
-         ¿Cómo estrás, Ana?
-         Muy bien, muy tranquila.
Le saludo con dos besos, luego se sienta frente a la mesa baja y dobla su gabardina.
Nos sentamos y el camarero, que ya nos conoce, enseguida bien a servirnos.
-           ¿Lo de siempre?
-           Si por favor, con mucho alcohol.
 Me gusta tu gabardina, - le digo, mientras me siento a su lado. Mi voz es sugerente.
-           Me la pongo cuando siento frio interior.
-           Se acerca la Navidad. Ya está helando.
-     Por eso me la he puesto con el gorro “Cristino”. Mira, este es su guante, -  me dice mostrándome el izquierdo, que saca del bolsillo -, hace juego con el gorro. Siempre lo llevo.  Es mi talismán.
Bien, sigue sin reconocerme.
Bebo pequeños sorbos y escucho atentamente.

-                El gorro tiene historia, pero no te impacientes, - me dice él entusiasmado -, te la voy a contar.

Habla durante varios minutos, sin que yo pueda interrumpirle. 
Le miró fijamente. 
-                Decía llamarse Cristina, de ahí el nombre de ese gorro. Desconocemos todavía su origen, su edad ni su verdadera identidad. Denotaba una alta clase social, porque ni siquiera cuando llegó a aquel lugar inhóspito, perdió su elegancia. Era alta, rubia y joven.  Lo tenía todo.
-                ¿Pero por qué me cuentas esto a mí?
-                Necesito contárselo a alguien, - Joaquín creo que es sincero, ingenuo -, tú me inspiras confianza.
-                Gracias, - le digo acercándome más a él.
-                Cuando pasaba a nuestro lado temblábamos, y no de miedo.
-                ¿Por qué?
-                Era seductora. El miedo nos entró cuando supimos, por los papeles, que, desde el escalón más alto, manejaba los hilos de “Sintagma”, una gran organización internacional de tráfico de armas.
-                Vosotros los guardianes, ¿tenéis acceso a los papeles?
-                En eso se basa nuestra seguridad. Tenemos que tener más información, más poder que los delincuentes. 
Escucho con la máxima atención.
-                ¿Llevas mucho tiempo en ese trabajo?
-                Mas de veinte años.
-                Entonces la conoces bien.
-                Sí- Era ella, La llamábamos “la princesa blanca”
-                Entonces, ¿Era muy peligrosa? 
-                Por eso estaba presa, entre rejas, - sigue diciendo, iluso de él -, aunque no conocíamos su verdadera identidad -, el nombre de “Cristina, la princesa blanca” -, sólo era un “alias”, como los preciosos guantes, que de vez en cuando, se ponía para ocultar sus manos. 
Todo va bien. 
-                ¿Y?
-                Hacia mí tenía un trato especial; tal vez más confianza, o quizás yo era el más ingenuo, el más vulnerable para caer en sus redes. La seducción era su juego favorito, y jugaba continuamente, mientras nos hacia sudar.
-      ¿Y qué pasó?
-      Con nosotros estuvo poco tiempo.  Yo no supe más de ella.
- Tu trabajo de car elero, según me contaste la semana pasada, no era fácil.
-     A todo se acostumbra uno. 
-   ¿Sí? A mí no me gusta ese trabajo.
Vacía el vaso de forma compulsiva.
-           ¿Qué te pasa?
-           Me recuerdas mucho a ella.
-           ¿A quién?
-            A Cristina. Decía que cautiva entre nosotros, vivía mejor que libre en su país. Se fue en agosto, al terminar la condena. Desde entonces no encuentro el otro guante.
-           ¿Y dices que era rubia? ¿Cómo puedes estar seguro? Nosotras podemos cambiar de aspecto y no seríais capaces de reconocernos.
-           Eso es verdad.
-           ¿Te gustaría volver a verla o sentirías otra vez miedo?
-           Miedo no.
Suena mi teléfono. Me levanto. Dejo el bolso abierto. 
Eb él descubre con sorpresa el guante de color azul plomizo, como el suyo. Como mi gorro.
Los segundos se hacen horas.
No sé cómo va a reaccionar. “Sintagma” está en peligro. 
Espero con el teléfono al oído, aunque no me llama nadie. 
Ya viene. Disimulo.
Si me descubre, pondré en marcha el otro plan. 
La otra mano ya está lista.




martes, 16 de enero de 2018

TRES ANUNCIOS EN LAS AFUERAS













En esta nueva entrega sagaz y realista, recién estrenada Martin McDonagh, el director de “Escondidos en Brujas”, nos ofrece 112 



minutos de expectación, en los que la descripción de los personajes y el desarrollo de la acción nos desvelan la desnudez del alma de  Mildred    - interpretada de forma magistral por Frances Mcdormand -, dispuesta a descubrir quién violó y asesinó a su hija adolescente, una tragedia a todas luces evitable, decide tomarse la justicia por su mano. Es entonces cuando aflora el tesón, la ira, la venganza y el dolor, en la  frontera entre  la virtud y el delito, circunstancia que aprovecha para hacer una feroz crítica a los que en su país deberían mantener el orden

lunes, 15 de enero de 2018

EL VECINO DE ANGÉLICA


        Aquella tarde del martes 28 de diciembre, Pablo, mi marido, me había dicho que estaba muy cansado y que tenía frio, un frio raro.
        El reloj de pared, regalo de boda de mi madre, marcaba las tres y veinte de la tarde.
Yo creí que era una inocentada, pero se fue a la cama. 

Pablo era un hombre de ciudad, amante de las tradiciones y de su familia, Le  apasionaban el estudio de los astros y las matemáticas. Decía que la música era la exactitud, y como tal gestionaba su economía permitiéndonos así un buen nivel de vida em provincias. 
De soltera tuve que luchar por él. Le llamábamos” el príncipe de los ojos negros.” Era deseado por todas mis amigas, aunque entonces ya era bastante hipocondríaco. 
Me dijo que era un frio raro, de hielo, en oleadas. Luego ataques de calor intenso, pinchazos de fuego.
Le llevé un caldo caliente y me di cuenta de que no estaba allí. 
El grito fue terrible. Angélica la vecina del segundo subió asustada a casa.
-      ¡Mi marido, Pablo! ¡Estaba en la cama, y ya no está! ¡No ha salido y no está!
-      ¿Como que no ha salido y no está? ¿Le has buscado bien? 
-      Si, si, por toda la casa. No es partidario de los sustos. Además, me ha dicho que tenía frio. Le he traído el caldo y no está. 
-      Vamos, te ayudaré a buscarle.
-      ¡Pablo!  ¡Pablo!
-      ¿A que huele en el dormitorio?
Llevo unos días recuperándome de un fuerte resfriado.
-      A nada.
-      ¿Seguro? Yo noto un cierto tufo a quemado. spera unmomento. 
    Levantó la ropa de la cama. En la sábana, humeante, se dibujaba una mancha de color tostado del tamaño de un cuerpo. Angélica tuvo que sujetarme antes de caer desmayada.
Mi vecina vendió el piso una semana después. Han pasado ya dos meses, pero aún conservo su teléfono. La llamaré No puedo más.
-      ¿Angelica? Soy Ainoa, ¿me recuerdas? Tu vecina, me gustaría hablar contigo esta tarde, ¿tomamos un café?
El reloj parece dejar de moverse hasta la hora del encuentro. 
Angélica llega puntual y después de los saludos comenta:
-      Yo prefiero que el café lo tomemos lejos de aquí.
-      De acuerdo. Demos un paseo.
-      Cuéntame.
-      Te llamé porque no puedo más. ¿Recuerdas lo de Pablo?
-      Claro que lo recuerdo, no se me ha olvidado cuando descubrimos en la cama aquella mancha marrón 
-      Es que a partir de aquel veintiocho de diciembre me volví loca, porque él sigue allí, a mi lado, y no se ha ido.
-      ¿Como?
-      Desde entonces todos los martes, después de trabajar, a las tres y veinte de la tarde me llama por teléfono.
-      ¿Que?
-      ¿Que a las tres y veinte de la tarde, todos los martes te llama por teléfono?
-      Sí, hoy es martes. Ya es casi la hora. Me ha recomendado que no venda el piso, y hasta ahora, pese a todos los recuerdos, le he hecho caso. Si lo vendo, dice que no podrá volver.
-      ¿Y qué vas a hacer? En la inmobiliaria con la que trabajo, dicen que estaría dispuesta a comprarte el piso. Sería bueno para ti, que te alejaras y por fin empezases a superar esta situación. 
El café es una buena excusa para que las dos amigas comenten   sus confidencias, mientras, en el piso vacío de Ainoa, el teléfono sigue sonando.