Juan estaba de viaje de negocios en la ciudad en la que
vivía su hermano Leo. Llevaban años sin hablarse, prácticamente desde el
funeral de su madre. Se acercaba la Navidad. Buenas fechas para los encuentros,
pensó Juan. Días atrás había llamado a la mujer de Leo para que mediara y
concertar aquella cita para hacer las paces. Acababa de cumplir cincuenta años
y de pronto había sentido un vértigo vital. ¡Que rápida iba la vida! En
realidad lo que los separaba a ellos dos no eran más que malentendidos, a los
que se fueron adhiriendo restos de viejos agravios magnificados, y todo
aderezado con grandes dosis de orgullo, prepotencia y tozudez. Desde luego nada
que no se pudiera arreglar sentados a una mesa con una botella de buen vino de
por medio. Eso era lo que pensaba Juan. Eran las siete de la tarde en una ciudad de provincias de la vieja
Castilla. El bar del hotel donde se citaron era el mismo en el que se alojaba
Juan. Estaba a esa hora tranquilo, apenas seis o siete personas, ejecutivos
viendo sus ordenadores y dos parejas mayores con aspecto de extranjeros. Juan
estaba nervioso y los nervios le llevaban a beber su gin-tonic compulsivamente.
Miró el reloj, y era la cuarta vez que lo hacía en apenas cinco minutos.
Faltaba media hora todavía. Tranquilo Juan, se dijo, acomodándose en el sillón.
Luego cerró los ojos y procuró concentrarse en la música ambiental. Los abrió
en el preciso momento en que una mujer hermosa y elegante cruzaba el vestíbulo.
Aquella visión fugaz dejó en él un extraño regusto, que sería interrumpido de
súbito por el sonido de su teléfono móvil.
Era Cris, la mujer de su hermano. Dijo que Leo no iba a ir a la cita, no
se sentía con ánimos.
- Lo siento, Juan, para otra vez será- Se disculpa Cris.
Entonces Juan le pidió que le pasara a Leo, quería hablar con él.
Ella vacilante le respondió que su hermano no estaba, y otra
vez se disculpó.
- Una pena -, se lamentó Juan, y tras un silencio, al fin
encontró algo más que decir - Bueno. Está bien, Cris. Dale recuerdos. Feliz
Navidad.
- Se los daré.
Gracias y Feliz Navidad.
Una vez finalizada la comunicación Juan le hizo una señal al
camarero para que le pusiera otro gin tonic.
En algún punto de su interior empezó a formarse un
desasosiego, algo difuso e informe, pero que iba creciendo. ¿Por qué tenían que
ser siempre las cosas tan difíciles con su hermano?
Tras las grandes cristaleras la calle palpitaba bulliciosa.
Apuró el gin tonic y mientras bebía de un modo extraño, como si en ese momento
estuviera con la cabeza bajo el agua,
sintió la angustia de la falta de aire. Se aflojó el nudo de la corbata. Una cinta
dolorosa empezó a instalarse en su cabeza. De pronto necesitaba salir a la
calle, y le iba la vida en ello.
Tras abandonar el hotel por la puerta giratoria, se puso a
caminar sin importarle en qué dirección. El aire frío de diciembre era un
bálsamo para él. La iluminación navideña era muy vistosa y estaban las calles
muy animadas de gente. No tardó en sentir escalofríos y decidió ponerse el
abrigo que llevaba en la mano. Necesitaba hablar con alguien. ¿Quién? ¿Rosa, su
mujer? No, a esas horas estaría aún reunida en la ONG con la que colaboraba y
no era cosa de molestarla. Entonces, pensó en su hija Clara.
- Estoy entrando en el cine -, le dijo ella, y luego tras
correr el silencio por la línea - ¡No te oigo! ¿Estás ahí? ¿Pasa algo,
papá?
- No…nada, nada. Simplemente me entraron ganas de hablar
contigo- No pudo evitar el peso de la vida sobre su voz. Se había quedado
parado mientras hablaba con su hija. Quieto en el medio de la acera, con el
teléfono todavía en la mano, arrepintiéndose de haberse mostrado vulnerable
ante su hija, pareció un juguete al que se le hubieran acabado las pilas. Los
segundos parecieron minutos y los minutos horas. Pasó una ambulancia y fue como
si alguien se hubiera compadecido de él y le hubiera puesto pilas. Ahora un
paso corto, luego otro un paso un poco más largo, y otro, y otro… Fue cogiendo ritmo,
respiración y braceo. Y entonces ya Juan era una pluma, un ser ingrávido que
caminaba y caminaba llevado por el azar por calles cada vez más estrechas y
serpenteantes. Subía y bajaba escaleras de piedra y atravesaba arcos en viejas
murallas, cruzaba plazoletas con iglesias románicas que tocaban a misa de ocho
y también una plaza mayor porticada. Al llegar a las verjas de un parque
cerrado y oscuro, como si se le hubieran gastado las pilas de nuevo, se detuvo.
Un gato vagabundo subido sobre un murete de piedra le miró inexpresivo e
indiferente antes de maullar. Buscó en sus bolsillos un pañuelo y se limpió el
sudor de la frente. También tenía la camisa mojada en la espalda y las axilas.
Decidió volver sobre sus pasos hacia la avenida principal.
La niebla empezaba a adueñarse de la ciudad dándole un
aspecto fantasmagórico. Al pasar por delante de una tienda de coches se paró a
observar los deportivos. Le encantaban los coches. Este año que las ventas de
su empresa habían ido viento en popa tal vez se diera el capricho de un
deportivo. El asunto era únicamente decidir cuál elegir.
Un papá Noel le entregó un reclamo publicitario, deseándole
feliz Navidad. ¿Y si entrara y le comprara un osito de peluche a su hija? Descartó
inmediatamente la idea: Clara era demasiado mayor para regalarle un osito. A su
mujer y a su hija les encantaba la Navidad, él la detestaba. Prosiguió la
marcha. Llegó a sus oídos la música de un villancico de un comercio que vendía
árboles de Navidad de plástico y otros adornos navideños. Entonces en su
memoria empezó a surgir en medio de la bruma del tiempo el carrusel de las
navidades de su infancia. El carrusel giraba y giraba y a él se le iluminaba la
cara. Allí estaba la abuela con las gafas en la punta de la nariz colocando
bolas en el árbol, su madre y las tías afanadas en la cocina de carbón. ¡Ande, ande ande la marimorena…! Olía a
lombarda cocida y cordero asado, a compota de pera, a mazapán y a almendra
tostada. ¡Ande ande ande que es la Noche Buena! Su hermano soplando < del
abuelo, y él y sus primos unos aporreando latas, morteros de cocina o cacerolas
viejas y otros rascando botellas de anís. ¡Estrambótica y candorosa orquesta!
Iban tocados con gorros de pastores y chalecos de lana. A sus ojos quiso
asomarse una lágrima. ¿Qué quedaba de aquello, Dios mío? ¿A dónde había ido a
parar toda aquella dicha? En ese momento un potente bocinazo de coche le atronó
los oídos.
- ¿Está loco, o qué? ¿Es que no ve el semáforo? - El
conductor echaba fuego por los ojos y hacía aspavientos con las manos. La gente
que pasaba se quedaba curioseando, se apoyó en un árbol para recomponerse y
esperar a que su corazón se serenase. Luego miró el reloj: eran casi las 9 y
media. Decidió regresar al hotel. La niebla en ese momento era muy densa,
apenas se veía a cuatro o cinco metros en la acera, los coches iban muy
despacio por la calzada, las farolas y las luces navideñas eran meros destellos
de colores. Se subió las solapas del abrigo y se ajustó el nudo de la corbata
que llevaba flojo. Con las manos en los
bolsillos caminó a paso rápido, deseaba llegar pronto al hotel para llamar a su
mujer desde la habitación.
A la puerta del hotel había un taxi parado con las luces
encendidas. Alguien se iba a bajar. Juan detuvo su marcha llevado por una vaga
intuición. De pronto emergió de la niebla. ¡Era ella, sí! La mujer que al
principio de la noche desde el bar había visto cruzar el vestíbulo. Lucía un abrigo de piel y cubría su cabeza
con un sombrero. Difuminada por la niebla Juan la vio caminar airosa y esbelta
hacia la puerta giratoria. El mundo pareció detenerse a su paso. En los
cansados ojos de Juan renació de súbito un antiguo brillo de seductor. Fue en
ese momento cuando observó el guante caído en el suelo. Era negro y en la parte
interior tenía un amoroso tacto de piel suave. Olía a nardo. Se lo entregó bajo
la cúpula decristal del elegante vestíbulo. Su mirada era intensa. A partir de
aquel momento en la vida de Juan hubo un antes y un después.
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