sábado, 6 de enero de 2018

Bienvenida tu tinta, JORGE DIAZ LEZA

Jorge Diaz Leza, joven, curioso e incansable investigador de la palabra polifacético más visita de nuevo en esta ocasión con otro relato sorprendente.


LOS GUANTES



Alejandro Sebastián había sido campeón de los pesos medios. Ganó muchos combates en el primer raund y en tan solo unos minutos: todos le admiraban. La prensa deportiva llegó a tildarle de mito del boxeo, de nuevo Urtain.  Vivió muy bien durante bastantes años. Tenía todo cuanto podía desear: dinero, coches de lujo, un estupendo apartamento en el centro de Madrid, bellísimas mujeres a las que no necesitaba pagar para que se abrieran de piernas. Hasta que un día se enamoró de una de ellas más de lo que un hombre con dos dedos de frente debería enamorarse: se sumergió en el alcohol, todo empezó poco a poco a empeorar en su vida hasta que perdió aquel combate crucial en el que todos apostaron por él y decepcionó estrepitosamente a los aficionados y a la prensa deportiva: la suerte poco a poco le fue dando la espalada hasta llegar a la tarde de aquel fatídico 22 de diciembre, cuando tocó fondo definitivamente tras recibir aquella carta: una notificación de desahucio.
Salió a la calle a pasear y a intentar ordenar sus pensamientos. ¿Qué podría hacer? No tenía trabajo, ni dinero, ni contactos, ni padrinos… y, mucho menos, una mujer. Solo le esperaba la calle y ser un vagabundo solitario el resto de sus días. Precisamente él, que lo había tenido todo… Se encontraba sumido en estos lúgubres pensamientos cuando de repente escuchó una voz tras su espalda:
- Perdone, ¿es usted Alejandro Sebastián?
Se dio la vuelta. Un hombre elegante, con la piel muy blanca, pelo muy corto y bigotillo recortado, le sonreía de forma inquietante.
- Soy un gran admirador suyo. ¿Sabe? ¿Qué ha sido de su vida? Ya nadie habla de usted. Ha sido como si se le hubiera tragado la tierra… - Es una historia muy larga… - Si no tiene nada importante que hacer, me sentiría muy honrado de invitarle a un café. 
Como efectivamente no tenía nada mejor que hacer y un café le vendría de lujo para entrar en calor en esa cada vez más fría tarde de invierno, decidió acompañar a ese misterioso personaje. Se sentaron en una mesa y Alejandro le contó su historia informándole de su situación, el hombre pareció conmoverse y le invitó a cenar. Alejandro aceptó. Francisco, que así se llamaba, parecía gozar

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de una buena posición económica: seguro que cenaba mucho mejor que en el comedor social.
Un elegante coche, con chofer y todo, les condujo hasta una aún más elegante casa donde cenó de lujo, como hacía años que no lo hacía.
- Estaba todo espectacular, Francisco, ¿Cómo podré agradecérselo? - Muy sencillo: aceptando un trabajo.
Los ojos de Alejandro se iluminaron de felicidad: ¡al fin alguien le ofrecía trabajo!
- Supongo que sabe quién es Alonso Feiióo
¿Cómo no saberlo? El mafioso más famoso y temido del país. Un hombre cuya fortuna personal era mayor que el PIB de Uganda y cuyo poder, gracias al soborno de políticos corruptos, era más grande que el del mismísimo presidente del gobierno. El rey europeo del narcotráfico y de la trata de mujeres. Y, sin embargo, ningún fiscal había logrado encerrarle por sus turbios negocios. Diez veces había sido juzgado y todas había salido indemne. 
- Estoy reclutando nuevos profesionales para él. - ¿A qué se refiere exactamente con la palabra “profesional”? – preguntó Alejandro algo mosqueado, anticipando la desilusión que no tardaría en llegar. - Iré al grano: busco sicarios, gente que asesine para Alonso - ¡Está usted loco! - respondió completamente indignado – ¿Y qué le ha hecho pensar que yo…? ¿Por quién me toma? Me siento insultado con su propuesta. No aguando un minuto más en esta casa. ¡Me largo! - Deme un minuto, por favor – dijo Francisco manteniendo la calma – Es lo menos que le puedo pedir a cambio de una cena de casi doscientos euros, ¿no cree?
Alejando asintió y permaneció sentado.
- Piénselo bien. Alonso paga estupendamente: veinte mil euros por fiambre. ¿Qué empresario de este país podría pagarle mejor por unas horas de trabajo? Además, usted serviría muy bien para el puesto: he estudiado los videos de sus combates. Es usted fuerte, valiente, decidido. Llevo muchos años en esto y le aseguro que tiene todo lo que se puede pedir a un profesional del asesinato de pago. Y no se preocupe por la policía: le aseguro que no irá a la cárcel. Alonso sabe cuidar muy bien de su gente.
Justo en ese momento, se oyó un brutal estruendo en la calle que, aunque por un momento pareció una bomba, fue solo un brutal golpe de viento que arqueó hasta la extenuación los árboles de las aceras: la “ciclogénesis explosiva” anunciada a voces por todos los partes meteorológicos para esa noche, había llegado a Madrid. Comenzó a caer violenta una tormenta de nieve.

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- Muchas gracias por la cena, don Francisco. - Está bien. Pero no puede salir a la calle con ese abrigo correoso que lleva. Va a coger una pulmonía. Le prestaré uno.
El hombre salió de la habitación volviendo a aparecer en unos segundos con un elegante abrigo.
- Póngaselo, por favor. Considérelo como un pago por mi agravio, si le he ofendido…Mi manera de decirle que lo siento…
Ciertamente no quería coger una pulmonía. Ya tenía suficientes problemas. Así que se lo puso. Era un abrigo cómodo, con el interior acolchado y mullido, todo un orgasmo para la piel. Además, había un espejo en la habitación y se miró de reojo: se sentía guapo, elegante, como en los viejos tiempos….
- Se lo devolveré, no se preocupe- dijo secamente - Ahora me voy. - Espere un segundo, por favor, olvidaba un detalle. 
Salió de la habitación rápidamente y volvió a entrar con la misma rapidez. Le enseñó unos guates negros de piel, elegantes, aristocráticos, tan bonitos como jamás los había visto en toda su vida, tal vez incluso más caros que el abrigo.
- Dice el parte meteorológico que las temperaturas pueden caer hasta cinco grados bajo cero. Los va a necesitar. - Déjelo, Francisco, no suelo llevar guantes. - Alejandro, por favor. ¡Insisto!

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Salió de aquella casa a esa fría noche de invierno. Se puso los guantes: mullidos, suaves, otro orgasmo para sus castigadas manos. De pronto, fue como si su visión de las cosas cambiara radicalmente. Mirando a aquella lujosa mansión, con todas las comodidades del mundo y de las que él carecía, y envuelto en aquel confortable abrigo que le libraba del frío intenso de aquella noche, comenzó a planteárselo todo de una manera distinta:
¿Y si, después de todo, aceptaba el trabajo? Tendría que asesinar a gente, es verdad, pero si no era él, ¿acaso no habría siempre otro dispuesto a hacerlo? Todas esas personas iban a morir igual hiciera lo que hiciera y tomara la decisión que tomara. Sin embargo, si decía que sí, podría volver a su antigua vida: recuperar todos aquellos lujos maravillosos y toda esa felicidad que parecía haberle abandonado para siempre. ¿Qué es lo peor que podría pasarle? ¿Ir a la cárcel? ¿Y acaso no era mucho mejor eso que lo que se le venía encima? ¿O es que ya no le esperaba en la mesa de su salón una amenazadora y firme notificación de desahucio? Protegido por un mafioso del calibre de Feijoo, seguro que en la cárcel no le faltaría de nada. ¿Para qué esperar a mañana? Se dijo. Volvió sobre sus pasos. Tocó el timbre.

                                                                       ***

La suerte volvía a sonreírle: volvió a tener una vida cómoda y próspera y a gozar de todos aquellos placeres que casi había olvidado. Francisco, al que por cierto no había vuelto a ver desde aquella fría noche de diciembre, tenía toda la razón: asesinar se le daba bien y le gustaba. Después de todo boxear, machacar al contrario en el round, es solo la antesala del crimen. Durante aquellos años mató todo tipo de seres humanos de todas las formas posibles, pero la que más le gustaba y la él que elegía siempre que podía, era el estrangulamiento: cortar lentamente el flujo del oxígeno en una garganta con aquellos guantes suaves y elegantes que Francisco le regaló aquella noche. Se sentía interesante e irresistible con ellos. ¡Qué suerte tuvo de que fuera también un frío invierno cuando conoció a Silvia- alta, rubia, un verdadero pibón – y que pudiera llevarlos a su primera cita con ella! Enseguida se enamoraron y, al poco tiempo, cumplieron su sueño de casarse en Las Vegas. Pasaron una luna de miel fantástica y a todo lujo: ni en su mejor época de campeón de boxeo su vida había sido tan alucinante. Por supuesto, ella nunca supo a qué dedicaba realmente. Alejandro le contó una mentira con la que, además, podría presumir con las amigas, la familia y en las fiestas y reuniones sociales: su marido era un próspero empresario que regentaba una compañía de tecnología y comunicaciones en pleno crecimiento y expansión.
Sin embargo, un día recibió un anónimo: Silvia le engañaba con un fotógrafo de la agencia de modelos en la que trabajaba. Al principio, no se lo creyó. Sin embargo, las dudas comenzaron a corroerle por dentro hasta que decidió contratar los servicios de un detective. Éste, al poco tiempo, le confirmó con fotos y pruebas la fatídica verdad.
Entró en un bar y pidió un whisky, después otro y otro, hasta que su imagen en el espejo le devolvió otra de sí mismo, muy parecida, pero del pasado, justo antes de que las cosas se torcieran.
- No, no permitiré que tú también me destruyas, ¡zorra! ¡No sabes a quién se te estás jugando! - Y sacó del bolsillo sus guantes. Se los puso lentamente, con parsimonia, recreándose en el acto. Salió del bar. - ¡Alto! – Oyó que le gritaban a su espalda. - ¿Es usted Alejandro Sebastián? Tiene que acompañarme a comisaría.
Era la primera vez que la pasma se dirigía a él en ese tono: le entró de repente un miedo irrefrenable y echó a correr. 
- ¡Alto, policía!
Siguió corriendo. Sacó de la gabardina su pistola. Otro poli salió de una esquina de la calle, al fondo. Hizo ademán de apuntarle, pero fue más rápido que él.
Su cuerpo, herido de muerte en mitad del pecho, se desplomó en el suelo. Con lentitud.
                                               ***

- Por favor, no salgas esta noche – rogó Silvia a Álvaro, su antiguo amante y nuevo marido desde hacía casi un año. - Es que… para una vez que nos podemos ver todos… Además, han venido Juan y Alfonso desde la Coruña. ¡Esta cena puede ser histórica! ¡La mejor de todas las navidades! - Pero acabas de pasar una gripe horrorosa y todos los partes meteorológicos dicen que va a hacer mucho frío…
Álvaro le puso morritos y esa carita de perro desvalido a la que Silvia nunca pudo resistirse.
- De acuerdo, pero abrígate bien. Y ponte los guantes que te regalé. - De verdad que siento decirte esto, Silvia, pero los he perdido. - ¡Qué los has perdido! - Sí, no sé lo que ha podido pasar… - ¿Y no tienes otros? - No, pero no te preocupes, me compro unos. Bajo corriendo antes de que cierren. - Espera, no será necesario.
Salió de la habitación fugazmente y volvió a entrar en ella tras unos minutos.
- Ponte estos, ¿verdad que son una preciosidad? Eran de mi ex marido. - Silvia… la verdad… me da no sé qué ponerme unos guantes de tu ex marido… muerto… - Venga, no seas tonto. ¿No me digas que alguna vez en tu vida habías visto unos tan bonitos y elegantes? Hace mucho frío… No puedes salir sin ellos. - Es qué… - Álvaro, por favor. ¡Insisto!

                                                     ***

Aquel 22 de diciembre amaneció con la noticia del comienzo del sorteo de navidad y de un nuevo caso de violencia doméstica. La víctima, Silvia Domínguez, una joven modelo de 31 años estrangulada a manos de su marido, con el que llevaba casada algo menos de un año. La asistenta que limpiaba el apartamento abrió la puerta la tarde anterior, pues tenía llaves, ya que ellos no solían parar mucho en casa, y sorprendió al asesino en plena faena. Pero ya era tarde: la vida de Silvia se acababa de apagar para siempre entre las impetuosas manos que estrujaban su garganta. Comenzó a gritar como una loca y todo el vecindario se personó en el piso.
Haciendo una pausa en acontecimiento del día, las televisiones de todo el país devolvían sus rostros desconcertados e inquietos, que repetían sin cesar que se trataba de una pareja de jóvenes amables y educados que se llevaban estupendamente: jamás se habrían esperado un suceso tan terrible precisamente de aquellos dos cónyuges.
Inmediatamente, la policía detuvo al presunto asesino, Álvaro Benítez. Naturalmente, nadie le creyó cuando gritaba:
- ¡No fui yo, fueron ellos!


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