Es esta una versión del relato "los guantes", ya publicado en este blog , revisado y reformado. Entre las reformas destaca el cambio de narrador.
Nótense las diferencias.
Conocí a
Joaquín en aquellos tiempos aciagos en los que por mis errores no me dejaban ver
el sol. Era un hombre primitivo, solitario, amable, creo que tímido e indeciso.
Se dejaba manejar. A través de él pude seguir
haciendo desde la sombra aquello que más me gustaba: dirigir el mundo, y
se me daba bien porque todos hacían mi voluntad. Pero ahora, ya libre, le
necesito más que nunca para seguir adelante con la operación
Le conozco
mucho más de lo que él cree conocerme a mí, por eso sé lo que hace a diario;
conozco a sus dos únicas amigas, sus turnos de trabajo, los sitios que
frecuenta, dónde desayuna y dónde se compra la ropa. Creo firmemente en ese
dicho que afirma que la información lleva al poder.
Y aunque él
no lo sepa, es el eslabón que necesito para controlar a “Sintagma”.
He venido
de nuevo hasta aquí, como los dos últimos fines de semana, para encontrarme con
él.
Esta es
nuestra tercera cita. Hoy también vendrá.
Es
arriesgado, espero que no me descubra.
-
Buenas tardes
-
¿Cómo estrás, Ana?
-
Muy bien, muy tranquila.
Le saludo con dos besos, luego se sienta
frente a la mesa baja y dobla su gabardina.
Nos sentamos y el camarero, que ya
nos conoce, enseguida bien a servirnos.
-
¿Lo de siempre?
-
Si por favor, con mucho alcohol.
Me gusta tu gabardina, - le digo, mientras me
siento a su lado. Mi voz es sugerente.
-
Me la pongo cuando siento frio interior.
-
Se acerca la Navidad. Ya está helando.
- Por eso me la he puesto con el gorro “Cristino”.
Mira, este es su guante, - me
dice mostrándome el izquierdo, que saca del bolsillo -, hace juego con el
gorro. Siempre lo llevo. Es mi talismán.
Bien, sigue
sin reconocerme.
Bebo pequeños
sorbos y escucho atentamente.
-
El gorro tiene historia, pero no te impacientes, - me
dice él entusiasmado -, te la voy a contar.
Habla durante varios minutos, sin que yo pueda interrumpirle.
Le miró fijamente.
-
Decía llamarse Cristina, de ahí el nombre de ese gorro. Desconocemos
todavía su origen, su edad ni su verdadera identidad. Denotaba una alta clase
social, porque ni siquiera cuando llegó a aquel lugar inhóspito, perdió su
elegancia. Era alta, rubia y joven. Lo
tenía todo.
-
¿Pero por qué me cuentas esto a mí?
-
Necesito contárselo a alguien, - Joaquín creo que es sincero, ingenuo
-, tú me inspiras confianza.
-
Gracias, - le digo acercándome más a él.
-
Cuando pasaba a nuestro lado temblábamos, y no de miedo.
-
¿Por qué?
-
Era seductora. El miedo nos entró cuando supimos, por los papeles, que,
desde el escalón más alto, manejaba los hilos de “Sintagma”, una gran
organización internacional de tráfico de armas.
-
Vosotros los guardianes, ¿tenéis acceso a los papeles?
-
En eso se basa nuestra seguridad. Tenemos que tener más información,
más poder que los delincuentes.
Escucho con
la máxima atención.
-
¿Llevas mucho tiempo en ese trabajo?
-
Mas de veinte años.
-
Entonces la conoces bien.
-
Sí- Era ella, La llamábamos “la princesa blanca”
-
Entonces, ¿Era muy peligrosa?
-
Por eso estaba presa, entre rejas,
- sigue diciendo, iluso de él -, aunque no conocíamos su verdadera identidad
-, el nombre de “Cristina, la princesa blanca” -, sólo era un “alias”, como los
preciosos guantes, que de vez en cuando, se ponía para ocultar sus manos.
Todo va bien.
-
¿Y?
-
Hacia mí tenía un trato especial; tal vez más confianza, o quizás yo
era el más ingenuo, el más vulnerable para caer en sus redes. La seducción era
su juego favorito, y jugaba continuamente, mientras nos hacia sudar.
- ¿Y qué pasó?
- Con nosotros estuvo poco tiempo. Yo no supe más de ella.
- Tu trabajo de car elero, según me contaste la
semana pasada, no era fácil.
- A
todo se acostumbra uno.
- ¿Sí? A mí no me gusta ese trabajo.
Vacía el
vaso de forma compulsiva.
-
¿Qué te pasa?
-
Me recuerdas mucho a ella.
-
¿A quién?
-
A Cristina. Decía
que cautiva entre nosotros, vivía mejor que libre en su país. Se fue en agosto,
al terminar la condena. Desde entonces no encuentro el otro guante.
-
¿Y dices que era rubia? ¿Cómo puedes estar seguro?
Nosotras podemos cambiar de aspecto y no seríais capaces de reconocernos.
-
Eso es verdad.
-
¿Te gustaría volver a verla o sentirías otra vez
miedo?
-
Miedo no.
Suena mi
teléfono. Me levanto. Dejo el bolso abierto.
Eb él
descubre con sorpresa el guante de color azul plomizo, como el suyo. Como mi
gorro.
Los segundos
se hacen horas.
No sé cómo va a reaccionar. “Sintagma” está en
peligro.
Espero con el teléfono al oído, aunque no me llama
nadie.
Ya viene. Disimulo.
Si me descubre, pondré en marcha el otro plan.
La otra mano ya está lista.
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