Me perdí en aquella casa. Una habitación para mi solo.
Además, de la habitación que papá dedicó
a mis juguetes. En el aseo blanco, había una gran bañera como una piscina para
mis barcos. Ocho días después, entre la nieve yo cumplía seis años. Lo veía todo blanco. No podía salir. Tampoco
lo necesitaba. Mamá – Paulina -, estaba feliz en aquella casa, con calefacción
y agua caliente. Yo aún no había descubierto el corral. La primera vez que se marchó la nieve, mamá
me puso una bufanda, un gorro y un
abrigo y me lo enseño. Mis ojos debieron brillar como nunca. A los pocos días
me llevo a la escuela de los pequeños,
no recuerdo como se llamaba la maestra. Enseguida me pasaron a la escuela de
los mayores donde daba clase don
Laureano. Yo me seguía acordando de Sor Margarita, doña Carmen y doña Remedios
La luz de aquellos candiles duró más de cinco años, hasta que me llevaron interno al Colegio
Cisneros que lo dirigía un señor muy importante al que llamaban Xocas. Enseguida
se convirtió para mi en un mito. Me daba clases de lo que él llamaba
humanidades, literatura, historia, geografía.
Aprendí quién era el Quijote, que la tierra estaba inclinada y por qué
había años bisiestos. Don Laureano y él, además de enseñarme a hablar gallego, me regalaron dos vicios maravillosos: la
curiosidad y el amor por las letras. Aun hoy son mis mejores amigas.
Mis padres hoy tendrían noventa y seis años.
Unos bonitos recuerdos llenos de ternura
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