viernes, 3 de abril de 2020

A FESTA DOS CARROS por JOSÉ MARIA GARRIDO DE LA CRUZ Fotos del carro de JOSÉ RODRIGUEZ CRUZ




 Corren tiempos difíciles en los que los recuerdos quedan suspendidos entre la magia, la niebla y los cercanos aullidos de los lobos. Los tres ensotanados esperan a que rompa el alarido de las gaitas. Los ojos vivarachos de los monaguillos, escudriñan el cortejo desde lo alto del campanario. Tocarán a difuntos, aunque sea fiesta, es una costumbre antigua. Junto al cruceiro de piedra, la talla de la virgen negra, engalanada con un manto de hojas de castaño, también aguarda a que lleguen los tres carros cargados de castañas. Sobre el primer carro, que asoma tirado por dos vacas pardas, cual Taranis, el viejo dios de las tormentas, embozado en su traje de paja, el regidor levanta la vara de fresno, a modo de bastón de mando. En el tercero escondidos entre los sacos, dos toneles de vino oscuro, delicia prohibida a las ánimas. Las tres gaitas al unísono, rasgan el silencio de las montañas y el tañido lánguido de las campanas recorre el valle.  El rio Riveira parece despertar al redoble de los tambores. Frente a los carros, los tres ensotanados; el del centro con una cruz larga y de madera, y a los lados, los otros dos con antorchas de paja, aún apagadas. Más atrás, una fila de mujeres enlutadas, con velas que poco a poco van iluminando la noche. ¿Lloran o cantan? Con el redoble de los tambores y el cansancio de las campanas, la carretera adoquinada tiembla y hace huir a los lobos y a los vientos hacia las cumbres de la sierra de Queiza. Desde el principio del cortejo, de los carros va cayendo un reguero de castañas que señala el camino de regreso de las ánimas. Todos lo saben y por eso, ellas, - sobre todo ellas, las mujeres-, que temen a las ánimas -, van echándolas en sus cestas de mimbre. Los más jóvenes todavía no saben por qué, bajo los tejados de paja, en algunas ventanas, hay velas encendidas, resguardadas de los vientos dentro de calabazas. Los ensotanados entran en el serpenteante sendero que conduce a la ribera del rio y el reguero de castañas se hace más abundante. Los más pequeños juegan “a castañarse”, ellos lo llaman así; es el juego de apedrearse con castañas al son de los cantos ancestrales. Los cantos de los ensotanados se interrumpen bruscamente con algún castañazo fortuito. Con los vericuetos del sendero, los carros gimen. Ante su dolor las campanas guardan silencio. Mario Cavalho y Pepito Perillas los monaguillos, se desprenden de sus sotanas rojas y las dejan en la escalera de piedra amarilla del campanario y corren como el tiempo, cordel abajo, enseguida adelantan a Aniceto, que lleva dos cabras asustadas y alcanzan a las últimas beatas. Junto al castaño milenario que hay a la derecha del camino, cerca ya del cauce del río riveira, la comitiva y la música se detienen, Taranis se rebela como un trueno y se encienden las antorchas. Y el cohete desata la tragedia. Todos corren hasta la ribera, donde aguardan el fuego, en semicírculo, los hombres sedientos, ebrios los dioses y los muertos impacientes. Sobre el ara de piedras amarillas, en el centro de la media luna, la leña está dispuesta. Solo faltan el conjuro y el fuego. En medio de un profundo silencio, con las antorchas encendidas, las mujeres vuelcan los sacos de castañas sobre la leña, y los tres ensotanados se arrodillan frente al regidor, que cual Samhain, el dios, extiende el fuego mientras pronuncia el conjuro. Y vuelve el diálogo de las gaitas. Es una música circular, una danza que se alarga hacia el cielo como las llamas. Los redobles de los tambores se multiplican como las cabriolas de los danzantes hasta el estallido de la primera castaña. Con el vino las hogueras no se apagan. Pinos y castaños se reparten la geografía mágica de un sueño. Bajo los primeros la tierra queda al descubierto, y los segundos la ocultan con vegetación abundante. Las dos especies tienen espinas. En la tierra yerma, con cada castaña que revienta, surge una especie de pequeña fumarola, que todos los ojos quieren distinguir y que huyen a refugiarse junto a las velas encendidas. Son demasiado rápidas, efímeras. Los rapaces siguen con la vista esas volutas de humo y suben corriendo la cuesta para ver en qué casa se deshacen. Bien entrada la noche el cansancio sustituye al vino y a las canciones agotadas. Unos dicen que es un volcán, otros creen que son las ánimas, que escapan de lo profundo para volver a sus casas. Solo se ven en este día, el de Samhain. Las gentes siguen teniendo miedo. Pero puede la curiosidad. Corren tiempos difíciles en los que los recuerdos quedan suspendidos entre la magia, la niebla y los cercanos aullidos de los lobos. Los tres ensotanados esperan a que rompa el alarido de las gaitas. Los ojos vivarachos de los monaguillos, escudriñan el cortejo desde lo altompanario. Tocarán a difuntos, aunque sea fiesta, es una costumbre antigua. Junto al cruceiro de piedra, la talla de la virgen negra, engalanada con un manto de hojas de castaño, también aguarda a que lleguen los tres carros cargados de castañas. Sobre el primer carro, que asoma tirado por dos vacas pardas, cual Taranis, el viejo dios de las tormentas, embozado en su traje de paja el regidor levanta la vara de fresno, a modo de batón de mando. En el tercero escondidos entre los sacos de castañas, dos toneles de vino oscuro, delicia prohibida a las animas Las tres gaitas al unísono, rasgan el silencio de las montañas y el tañido lánguido de las campanas recorre el valle. El rio Camba parece despertar al redoble de los tambores. Frente a los carros, los tres ensotanados; el del centro con una cruz larga y de madera, y a los lados, los otros dos con antorchas de paja, aun apagadas. Más atrás aún, una fila de mujeres enlutadas, y con velas que poco a poco van iluminando la noche. ¿Lloran o cantan? Con el redoble de los tambores y el cansancio de las campanas, la carretera adoquinada tiembla y hace huir a los lobos y a los vientos hacia las cumbres de la sierra de Queiza. Desde el principio del cortejo, de los carros va cayendo un reguero de castañas que señala el camino de regreso de las animas. Todos lo saben y por eso, ellas, - sobre todo ellas, las mujeres-, que temen a las ánimas -, van echándolas en sus cestas de mimbre. Los más jóvenes todavía no saben por qué, bajo los tejados de paja, en algunas ventanas, hay velas encendidas, resguardadas de los vientos dentro de calabazas. Los ensotanados entran en el serpenteante sendero que conduce a la ribera del rio y el reguero de castañas se hace más abundante. Los más pequeños juegan “a castañarse”, ellos o lo llaman así; es el juego de apedrearse con castañas al son de los cantos ancestrales. Los cantos de los ensotanados se interrumpen bruscamente con algún castañazo fortuito. Con los vericuetos del sendero, los carros gimen. Ante su dolor las campanas guardan silencio. Mario Cavalho y Pepito Perillas los monaguillos, se desprenden de sus sotanas rojas y las dejan en la escalera de piedra amarilla del campanario y corren como el tiempo cordel abajo, enseguida adelantan a Aniceto, que lleva dos cabras asustadas, y alcanzan a las ultimas beatas. Junto al castaño milenario que hay a la derecha del camino, cerca ya del cauce el río Camba, la comitiva y la música se detienen, Taranis se rebela como un trueno y se encienden las antorchas. Y el cohete desata la tragedia. Todos corren hasta la ribera, donde aguardan el fuego, en semicírculo, los hombres sedientos, ebrios los dioses y los muertos impacientes. Sobre el ara de piedras amarillas, en el centro de la media luna, la leña está dispuesta. Solo faltan el conjuro y el fuego. En medio de un profundo silencio, con las antorchas encendidas, las mujeres vuelcan los sacos de castañas sobre la leña, y los tres ensotanados se arrodillan frente al regidor, que cual Samhain, extiende el fuego mientras pronuncia el conjuro. Y vuelve el dialogo de las gaitas. Es una música circular, una danza que se alarga hacia el cielo como las llamas. Los redobles de los tambores se multiplican como las cabriolas de los danzantes hasta el estallido de la primera castaña. Con el vino las hogueras no se apagan. Pinos y castaños se reparten la geografía mágica de un sueño. Bajo los primeros la tierra queda al descubierto, y los segundos la ocultan con vegetación abundante. Las dos especies tienen espinas. En la tierra yerma con cada castaña que revienta, surge una especie de pequeña fumarola, que todos los ojos quieren distinguir y que huyen a refugiarse junto a las velas encendidas. Son demasiado rápidas, efímeras como la vida que casi no se deja ver. Los rapaces siguen con la vista esas volutas de humo y suben corriendo la cuesta para ver en que casa se deshacen. Bien entrada la noche el cansancio sustituye la vino ylas canciones agotadas. Unos dicen que es un volcán, otros creen que son las ánimas, que escapan de lo profundo para volver a sus casas. Solo se ven en este día, el de de Samhain. Las gentes siguen teniendo miedo. Peor puede la curiosidad.

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