Maria Jesús Leza, novelista, regatista, pintora, escenógrafa grabadora, Literario “Ciudad de Getafe 2000”, y por dos años consecutivos el de la “Semana Ibérica de Comunicaciones”; y ha sido finalista en certámenes como los de” Relatos de mujer” del Ayuntamiento de Bilbao y el del “Ateneo Cultural 1º de Mayo de Madrid”. Tiene publicado un libro juvenil en la editorial ELKAR de San Sebastián titulado “Estrella de mar” y los libros de relatos “Verdi o la fuerza del sino y otros relatos sobre músicos” y “Suite Oriental” en la editorial Alpuerto.
Artista
integral, pinta aquí con letras y corcheas un relato emocionante.
LOS GUANTES DE RITA HAYWORD
Decían que me parecía a
Rita Hayword, que tenía su misma sonrisa. Yo no veía ese parecido cuando
contemplaba sus fotos en las revistas de cine, quizás me daba cierto aire a
ella porque soy pelirroja de ojos castaños, pero más tarde me enteré de que en
realidad Rita Hayword era morena de origen español, por eso ese raro contraste
de ojos marrones y cabello rojo teñido, exigido por los productores de
Hollywod
El caso es que desde adolescente coleccionaba fotos de Rita, me veía todas sus películas alquiladas en la videoteca del barrio y las que echaban en la tele. Rita Hayword hacía muchos años que había fallecido, aunque sus films habían quedado en la memoria de anteriores generaciones, mis abuelos, por ejemplo, y mi madre, sin ir más lejos, recordaba haber visto “Gilda” siendo muy joven cuando la estrenaron en un cine de la Gran Vía. Y este año cuando me invitaron a un baile de disfraces que iba a celebrarse un martes de Carnaval, pensé vestirme de “Gilda”, un disfraz sencillo, socorrido y que, a mí, particularmente me venía como anillo al dedo. La idea me la dio una antigua guantería del Centro. Al pasar por la calle de Espoz y Mina me atrajo un escaparate con guantes de lana, cabritilla, seda, ganchillo y terciopelo. Uno de esos comercios que ya no quedan, quizás aquella era ya la última guantería que quedaba y que mostraba en el centro de la vitrina, como una preciosa reliquia, un par de guantes, largos de terciopelo negro. “Son como los de Gilda”, dije en voz alta, y sin dudarlo entré y los compré.
El caso es que desde adolescente coleccionaba fotos de Rita, me veía todas sus películas alquiladas en la videoteca del barrio y las que echaban en la tele. Rita Hayword hacía muchos años que había fallecido, aunque sus films habían quedado en la memoria de anteriores generaciones, mis abuelos, por ejemplo, y mi madre, sin ir más lejos, recordaba haber visto “Gilda” siendo muy joven cuando la estrenaron en un cine de la Gran Vía. Y este año cuando me invitaron a un baile de disfraces que iba a celebrarse un martes de Carnaval, pensé vestirme de “Gilda”, un disfraz sencillo, socorrido y que, a mí, particularmente me venía como anillo al dedo. La idea me la dio una antigua guantería del Centro. Al pasar por la calle de Espoz y Mina me atrajo un escaparate con guantes de lana, cabritilla, seda, ganchillo y terciopelo. Uno de esos comercios que ya no quedan, quizás aquella era ya la última guantería que quedaba y que mostraba en el centro de la vitrina, como una preciosa reliquia, un par de guantes, largos de terciopelo negro. “Son como los de Gilda”, dije en voz alta, y sin dudarlo entré y los compré.
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Aquella noche de Martes
de Carnaval antes de salir de casa vestida y maquillada, me contemplé
largamente en el espejo que me devolvió la imagen de la mismísima Rita Hayword.
Sonreí seductora, como ella solía hacerlo, mientras sacudía mi hermosa melena
ondulada y daba los últimos toques de “rouge” intenso a mis labios
Había venido a buscarme
Nacho, mi chico, disfrazado de gánster de Chicago años 30. Estaba muy guapo con
su borsalino, bigote de pega y traje a rayas, sin embargo en su cara se
reflejaban el cabreo y el malhumor. Todo porque, Borja, el organizador de la
fiesta le caía fatal. Opinaba que era un pijo insoportable, además aseguraba que
me tiraba los tejos descaradamente, algo absolutamente falso. Lo qué si era
cierto es que Nacho era muy celoso y veía rivales por todas las partes. Eso no
me molestaba, al contrario, pensaba que era una muestra del amor que me tenía.
De todas las maneras le dije que no estaba dispuesta a perderme la fiesta, que
si a él no le apetecía ir, acudiría sola y, claro, como eso no podía
consentirlo, accedió acompañarme.
Tomamos un taxi hasta el
barrio de Salamanca, pues el baile se celebraba en un piso de la calle
Velázquez y durante el trayecto, Nacho no dijo ni “mu”, lo que interpreté como
una mala señal, yo tampoco dije nada, no tenía ganas de discutir, solo quería
pasarlo bien. La primera parte de la fiesta trascurrió divinamente. Borja
demostró ser un anfitrión maravilloso. El buffet del gran salón estaba surtido
toda clase de bebidas y exquisitos canapés y había contratado un disc-jokey
para amenizar la velada. Estuvimos bailando, bebiendo y riendo sin parar hasta
eso de la media noche, cuando la gente comenzó a dar muestras de cansancio y a
tirarse en los sillones y sofás. Entonces Borja dijo que era un buen momento
para empezar con el “Show”, que consistía en los distintos números que debíamos
realizar cada invitado. Empezó David Puente. Disfrazado de payaso, contó la mar
de chistes y chascarrillos, le siguió Tatiana Fernández ataviada con un
precioso traje de tu-tu, protagonizó su particular versión de “El cisne negro”
de “El lago de los cisnes”, que fue muy aplaudido. Mucho menos éxito tuvo Toni
Cascajares que se puso a imitar con bastante mala fortuna a Alejandro Sanz y
por fin llegó mi turno. Antes de colocarme en medio de salón entregué un CD al
disc-jokey con la música de la canción “Échale la culpa a mamá”, la que
interpretaba Rita Hayword en “Gilda” y cuya letra me había aprendido de
memoria. En medio gran expectación comencé a cantar, desplazarme y contonearme
como ella, no en vano había visto el vídeo de la película varias veces y
ensayado otras tantas ante el espejo. Eso parece que estaba dando resultado
porque la gente parecía encantada, a juzgar por sus caras, pero que era yo la
que más disfrutaba metida en la piel de “Gilda, sobre todo cuando llegó el
momento del estriptis y empecé a desprenderme de un guante poco a poco, con
parsimonia y luego lancé al tuntún cayendo sobre un jarrón de porcelana china.
Fue mala suerte que el segundo guante fuese a parar directamente a las manos de
Borja, sin ninguna intención por mi parte, claro está, pero el caso es que de
pronto vi como Nacho se acercaba a grandes zancadas, con el rostro desencajado,
hecho una furia y me arreaba un bofetón en plena cara. Los minutos que
siguieron fueron de gran confusión, Borja y Nacho se enzarzaron en una pelea
tan enconada que se necesitó a varios para poder separarlos. Los más cinéfilos
permanecieron sentados como meros espectadores convencidos aquello formaba
parte del “show” y que a Nacho le había tocado interpretar el papel de Glen
Ford. Lo último que recuerdo de la fiesta es que Borja echó a Nacho de la casa
a patadas, a la vez que las chicas le llamaban machista y cabrón e intentaban
consolarme ya que me dio por llorar como una histérica.
Borja me ha acercado a
casa en su coche y en este momento estoy en mi habitación. El disgusto no se me
ha pasado, pienso que he arruinado la fiesta. El vestido negro satén descansa
en el suelo hecho un guiñapo, sin embargo, he guardado los guantes
cuidadosamente en un cajón de la cómoda.
Al fin y al cabo, gracias a ellos he descubierto de lo que Nacho es
capaz y quién sabe si también me han librado de un futuro maltratador.
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