Ignacio
Rivas no es la primera vez que nos visita.
Hoy vuelve a escribir emtre nosotros. Su relato
crisis
“Hoy echaron a papá del trabajo”, escribí en mi
diario. A mamá se le llenaron los ojos de lágrimas cuando papá lo dijo y mi
hermano también se puso a llorar. “¿Qué
va a ser ahora de este hombre?”, decía mamá por teléfono a tía Amelia. Pero
papá no se lo tomó mal. Al contrario, vio su situación como una nueva
oportunidad que le daba la vida. Ahora trabajaremos para nosotros, le decía a
mamá. El se empeño, y mamá se dejó llevar… en parte porque en el fondo de su
ser siempre había guardado el anhelo de montar un negocio. Era la única manera
de prosperar. Pero en lo que no estaba muy de acuerdo era en que tuviera que
ser precisamente una pescadería como quería papá. “¿Qué sabemos nosotros de
pescado?”, protestó. Pero él se empeñó, y cuando papá se empeñaba en algo no había manera de pararlo. Las cosas en el
barrio fueron a peor: empezaron los “recortes” y las huelgas y a mucha gente le
pasó lo mismo que a papá. Y pronto se
pudo ver que los sueldos no llegaba más que para comprar de vez en cuando un
kilo de sardinas o de chicharros, y para el congelado ya estaban los
supermercados. Total, que antes de cumplirse los seis meses, pusieron el
letrero: “Cerrado por cese de negocio”
No fueron los
únicos, aquellos carteles de letras rojas sobre fondo negro empezaron a
extenderse como una extraña gripe por los locales de nuestro barrio, pero papá
no se rindió. La crisis no lo iba a
doblegar a él, un viejo sindicalista al que ni los propios “grises” de Franco
consiguieron nunca hacerlo mirar al suelo. Un par de meses después escribí en
mi diario: “Hoy papá y mamá han abierto una frutería”. “Nosotros, que nacimos
en el campo, de otra cosa no sabremos, pero de fruta…”, había dicho papá
haciéndole cosquillas a mamá, que se rió. Además de la fruta de temporada,
trajeron variedades tropicales, de las que les gustaban a los “del otro lado”,
que era como llamaban a los muchos inmigrantes que se habían instalado en el
barrio. Buena idea. Pero cuando ya le empezaron a coger el tranquillo y parecía
que el negocio iba viento en popa, llegaron los chinos. Y se pusieron justo
enfrente. Mala uva por parte de los chinos y mala suerte para papá, mala suerte
para todos nosotros. ¿Cómo podían vender la fruta tan barata? ¿Dónde rayos la
compraban? ¿Y por qué no cerraban nunca
antes de las once de la noche aquellos malditos?
Después, la floristería. Y sí, las flores, con las que siempre
habíamos mantenido una relación distante, de la noche a la mañana entraron a
formar parte de nuestra vida. ¿Cómo podíamos haber vivido antes sin aquellos
preciosos ramos de rosas rosas, claveles y margaritas que tanta alegría y tan
buenas vibraciones producían a nuestra casa?
Rosas a domicilio. “Una rosa, un euro”. ¿Quién no tenía un euro para
alegrarle la vida a alguien? La
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idea era buena, y esta vez iban a por todas. “Mejor
muchos pocos, que pocos muchos”, era la filosofía. Rosas rojas para la pasión,
amarillas para la alegría, azules para el agradecimiento, blancas para la
pureza y el amor eterno… Pero tampoco…, la gente arrastraba preocupación y
amargura y no parecía estar para muchos romanticismos. “¡Sí que estamos
nosotros para rosas!”, decían muchos cuando les llamaban a la puerta.
¿Cuál sería el próximo? ¿Por dónde saldrían? Mejor:
¿por dónde saldría papá esta vez? Apostábamos mi hermano y yo: una carnicería,
una lavandería, una pastelería… No. Nada. Después del fracaso de la
floristería, papá se fue apagando lentamente, hasta que se hundió
definitivamente en el sillón. Ni siquiera el futbol, ni su colección de sellos…
Papá se trasladó a un mundo de zapatillas, chándal y bata de casa, un mundo de
silencio y cabeza caída.
Pasaban los días y entraban y salían policías con
cartas, que papá se negaba a firmar. Algo iba mal. A mamá se le estaba poniendo
el pelo blanco. ¿Qué pasaba? “Ya no me quedan lágrimas”, decía, y seguía
llorando. Al principio se encerraba en el baño para que no la viéramos, pero
llegó el momento que le daba igual hacerlo delante de nosotros. Y era triste
verla, muy triste, pero ver a papá hundido en el sillón, quieto como una
estatua de piedra, era descorazonador. “El sufre, no creáis que no. Sufre tanto
que no puede llorar”. Papá no podía llorar, no… ¡ni tampoco dormir! A
cualquier hora del día y de la noche
podías ver que tenía los ojos abiertos. Siempre los tenía abiertos. ¿Qué
podíamos hacer para traer a papa con nosotros, para aliviar, sólo que fuera un
poco, su sufrimiento? Nada, sencillamente esperar, tener paciencia. Paciencia,
paciencia, paciencia…, esa era la palabra estrella de mi diario en aquellos
tiempos.
Un día en el colegio me enteré de que nos iban a
quitar la casa. Y dicho y hecho: antes de que me diera tiempo de pensar lo que
eso significaba, nos la estaban quitando. Papá se negó a levantarse del sillón.
“Nos tratan como si fuéramos garrapatas”, gritó mamá a los policías con toda la
rabia que llevaba dentro. Abajo estaban
los “anti desahucio”. Gente buena. Estaban con nosotros. Gritaban a los del
juzgado. Se enfrentaban con los polis, se ponían delante de la puerta para que
no entraran. Pero no sirvió de nada… ¡nada sirvió de nada! Los polis bajaron a
papá en el sillón por las escaleras, porque no cabía en el ascensor y lo
dejaron en la calle. Papa con su chándal viejo y su bata de casa y sus
zapatillas de cuadros pisando el frío asfalto, ¡qué dolor!
Nos fuimos a vivir con tía Amelia y tío Carlos y los
primos: Jordi y Montse, porque para eso
estaba la familia… Mamá amplió su horario de trabajo: ahora no sólo limpiaba
casas, sino también portales y oficinas, además de cuidaba ancianos… y si alguien le ofrecía
otro trabajo, también lo cogía. Había que seguir pagando la casa que ya no
teníamos. Si ya no era nuestra, ¿por qué teníamos que seguir pagándola? Nunca
lo entendí. Mamá llegaba a casa muy tarde y venía siempre muy cansada y de mal
humor. “Esto no es vida”, se le escapó alguna vez. Pero nunca, ni en la peor de
sus horas, tuvo el más mínimo reproche hacia papá.
Un buen día inesperadamente papá, como si se
despertara de una larga y profunda siesta,
dio un bote en el sillón, se puso
de pie y dijo a voz en grito:
-¡Agricultura ecológica!
Para mamá, detrás de aquella “resurrección” de papá
estaba la mano de Dios, el Dios que tanto se había olvidado de nosotros. Y
aquellas dos palabras pronunciadas por él habrían de marcar a partir de
entonces el rumbo de nuestras vidas. Y así fue como empezamos a hacer las
maletas, y, con mucho dolor de corazón por mi parte, por las amigas que iba a
perder, supimos que teníamos que ir despidiéndonos de aquella ciudad que tantos
sinsabores había dejado en el alma de papá y mamá. Un día de principios de verano
partimos hacia el Valle.
Ya no estaban los abuelos, pero en los roperos, entre
las arcas y las mecedoras de la maltrecha solana, quedaba su sombra. Olía a
alcanfor, a tocino rancio, a tomillo, a orégano, a cuero gastado. Una nueva vida estaba empezando para
nosotros. Todo era viejo e increíblemente nuevo. Tomábamos posesión. Mamá abría
las ventanas para que entrara la luz y sacaba las sábanas amarillentas de los
viejos roperos para lavarlas, mi hermano se columpiaba en el viejo columpio, medio comido por el
óxido, que el abuelo había colgado de las ramas del cerezo. Yo escribía en mi
diario: “Estamos en la casa del
Valle”.
Apareció papá con una larga escalera. Iba a colocar
un ramo de laurel en lo alto de la fachada de la casa. Pensaba que con eso
espantaría definitivamente la mala suerte. Cerré mi diario y en silencio me
dispuse a seguir sus lentas y torpes maniobras. Sólo estábamos él y yo. El
subiendo con paso vacilante por aquella empinada escalera y yo sujetándolo con
la mirada.
“Quien pudiera volar” había dicho papá en el mirador,
abriendo los brazos como si fuera un águila que volara planeando sobre las
montañas y sobre el valle que se abría entre ellas. Había mandado parar el
coche y nos bajamos para ver paisaje. Luego añadiría que en aquel estrecho
surco entre montañas que veíamos allá abajo íbamos a ser una familia feliz. Lo
dijo, y
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en sus ojos cansados se reflejó la dorada luz de la
tarde. Mamá quiso esbozar una sonrisa y le salió una mueca de tristeza, luego
miró al horizonte.
Cuando papá termino de colocar el ramo, se quitó el
sudor de la frente con la mano y desde allá arriba me miró muy fijamente, luego
sonrió levantando el pulgar derecho en señal de vic
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