El silbido del tren es agudo, afilado como el corte de las tijeras
de la peluquera.
La sensual peluquera y el dócil maquinista, no se conocen.
Aún.
El viento y la lluvia se atraen.
El tren no deja de moverse.
Las tijeras bailan seductoras, buscando un cuello, buscando
el tacto suave, cálido como el carbón, cuando se quema despacio.
El tren aminora la marcha.
A lo lejos, una fina línea roja,
La máquina, se queda sin vapor, sin respiración y se entrega
tiernamente en los brazos de su amada.
Las tijeras, no cesan de crujir, como si no hubieran
terminado su trabajo.
Un túnel, largo, muy largo.
Unos labios y otros labios, se cruzan en un gemido, sin
aliento, como si fuese posible, un cambio de vía.
Ya es demasiado
tarde.
Todas las estaciones están
cerradas.
Se aproxima la hora del descanso.
En la sala, desierta, gélida, poca luz y una espera,
interminable, agónica.
Por uno de los cristales, roto, entra un viento huracanado
y la oscuridad de la noche.
Ella, paciente, detrás de sus gafas, tiene una mirada siniestra,
que no deja ver.
En la cabina, a la luz de un relámpago muy próximo, los
dedos, de una mano sudorosa, aprecian un líquido rojo en el cuello, apenas un
hilo.
Se desploma y el golpe se confunde con el trueno,
desgarrador.
Ni los ojos ni el tren, quieren moverse y las agujas del
viejo reloj se resisten a dar vueltas.
Ella siente que se le ha acabado el viaje.
Se levanta. No deja nada atrás y la sala de espera se queda
aún más desierta.
Y se mete de lleno en la tormenta.
.
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