
Las campanadas del reloj y los relámpagos
juegan a encontrarse detrás de un sol valiente de verano. Las gotas de agua,
como corcheas escabullidas del pentagrama, se le antojan cristales rotos y otra
vez vuelve ese miedo insuperable a los espejos.
Le veo retroceder un escalón. Son trece.
Los ha contado antes. Yo también. Le quedan diez. El agua le persigue dos
peldaños por debajo. Sus escasos mechones de pelo se le pegan a la frente y se
vuelve a tapar el rostro mientras lee en los fragmentos del vidrio las palabras
que se escapan fugitivas, libres e inconexas de sus labios señalando su
personalidad, su culpabilidad, su debilidad; son palabras que no entiende.
El agua sigue subiendo.
Si, soy yo, ¿Cómo me llamo? ¿Mijail
Fyodorovich? No. Ese es un músico, el protagonista de una novela imaginaria.
Mi memoria y el reloj, se han parado los
dos a la misma hora.
No quiero que me mire el del espejo, ese
que está sentado en el cuarto peldaño de la escalera aguachinada, porque por su parte corporal más débil, los pies, le amenaza
el agua. Los levanta, mientras otro rayo ilumina el hueco oscuro de la
escalera.
En ese instante se muestran ante sus ojos
perturbados, sus mejores obras, sus últimas creaciones musicales.
¿Qué me pasa? Mis piernas tienen grietas
rojas.
Podrían haber pasado dos eternidades,
cuando termina de atormentarle el estruendo de aquel rayo. Levanta la cabeza
mientras se le caen los brazos. Retrocede un escalón y vuelve a ver los
agujeros rojos de sus piernas.
Ya no sale sangre.
Un hilo negro sube imparable por el
segundo peldaño, sus patas, sobre la piedra escriben una sinfonía triunfal en
una tonalidad ascendente.
Con las manos intenta modificar su ruta.
En un último sacrificio, les clava su batuta con saña, como si de un cuchillo
se tratase y con el que pudiera cortarles el camino, y siguen los compases
discordantes al mismo ritmo que el desasosiego, pero las hormigas, van
esquivando el agua sucia de la escalera. Han visto la brecha por donde
invadirle. Retrocede, sube tres escalones. Respira. El agua está más lejos,
pero vuelve a quedar paralizado en la escalera. Por arriba a través de una
pequeña claraboya entra poca luz, pero no puede mirar. Sobre ella martillea la
lluvia y el dolor en sus sienes. Es cristal.
El graznido de un cuervo cercano detrás de
la claraboya le levanta de un salto. Chaikovski, la Patética. Malher,
Resurrección. La puerta desvencijada cede a su impulso. Ya no hay espejos, ya
no hay cristales.
Ya no llueve no truena, corre.
Corre como un guerrero derrotado,
velocísimo como un disparo, volando sin saber por dónde, apartando todos los
obstáculos para escapar de algo impreciso, y a la vez que pasan las nubes, y el cuervo le roba las notas
musicales, las redondas, largas, larguísimas, le arranca de su pentagrama las
blancas y las negras, y caen las corcheas y las más cortas como jadeos al
desfiladero. Solo quedan los silencios, el silencio en el abismo.
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