martes, 4 de diciembre de 2018

EL VIEJO MIJAIL por JOSÉ MARÍA GARRIDO


He visto al viejo Mijail Fyodorovich sentado en el tercer escalón de la gran casona donde vive. Hoy da la sensación de ser un individuo anodino, que ya no se acuerda de ninguna de sus famosas óperas. Le observo con mucha atención. Mira su batuta y se deja traspasar por el traqueteo de la lluvia a través de la puerta de hierro. El agua, como la muerte, lo invade todo, en pequeñas y tercas oleadas, como en unos compases malditos, a través de las grietas del tiempo.

Las campanadas del reloj y los relámpagos juegan a encontrarse detrás de un sol valiente de verano. Las gotas de agua, como corcheas escabullidas del pentagrama, se le antojan cristales rotos y otra vez vuelve ese miedo insuperable a los espejos.

Le veo retroceder un escalón. Son trece. Los ha contado antes. Yo también. Le quedan diez.  El agua le persigue dos peldaños por debajo. Sus escasos mechones de pelo se le pegan a la frente y se vuelve a tapar el rostro mientras lee en los fragmentos del vidrio las palabras que se escapan fugitivas, libres e inconexas de sus labios señalando su personalidad, su culpabilidad, su debilidad; son palabras que no entiende.

El agua sigue subiendo.

Si, soy yo, ¿Cómo me llamo? ¿Mijail Fyodorovich? No. Ese es un músico, el protagonista de una novela imaginaria.

Mi memoria y el reloj, se han parado los dos a la misma hora.

No quiero que me mire el del espejo, ese que está sentado en el cuarto peldaño de la escalera aguachinada, porque por  su parte corporal más débil, los pies, le amenaza el agua.  Los levanta, mientras otro rayo ilumina el hueco oscuro de la escalera.

En ese instante se muestran ante sus ojos perturbados, sus mejores obras, sus últimas creaciones musicales. 

¿Qué me pasa? Mis piernas tienen grietas rojas.


Podrían haber pasado dos eternidades, cuando termina de atormentarle el estruendo de aquel rayo. Levanta la cabeza mientras se le caen los brazos. Retrocede un escalón y vuelve a ver los agujeros rojos de sus piernas.

Ya no sale sangre.

Un hilo negro sube imparable por el segundo peldaño, sus patas, sobre la piedra escriben una sinfonía triunfal en una tonalidad ascendente.

Con las manos intenta modificar su ruta. En un último sacrificio, les clava su batuta con saña, como si de un cuchillo se tratase y con el que pudiera cortarles el camino, y siguen los compases discordantes al mismo ritmo que el desasosiego, pero las hormigas, van esquivando el agua sucia de la escalera. Han visto la brecha por donde invadirle. Retrocede, sube tres escalones. Respira. El agua está más lejos, pero vuelve a quedar paralizado en la escalera. Por arriba a través de una pequeña claraboya entra poca luz, pero no puede mirar. Sobre ella martillea la lluvia y el dolor en sus sienes.  Es cristal.

El graznido de un cuervo cercano detrás de la claraboya le levanta de un salto. Chaikovski, la Patética. Malher, Resurrección. La puerta desvencijada cede a su impulso. Ya no hay espejos, ya no hay cristales. 
Ya no llueve no truena, corre.

Corre como un guerrero derrotado, velocísimo como un disparo, volando sin saber por dónde, apartando todos los obstáculos para escapar de algo impreciso, y a la vez que  pasan las nubes, y el cuervo le roba las notas musicales, las redondas, largas, larguísimas, le arranca de su pentagrama las blancas y las negras, y caen las corcheas y las más cortas como jadeos al desfiladero. Solo quedan los silencios, el silencio en el abismo.


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