sábado, 27 de febrero de 2021

LA SONRISA DE ANÚ JOSÉ MARÍA GARRIDO

 

 

Desde las ventanas de mi hotel se aprecia con nitidez el gran agujero en la falda de la montaña. Aún se conservan en la cumbre, los restos de algunas cruces del viejo cementerio.

 Fue al atardecer de la fiesta de Samhain, hace ya veintisiete años.

Cómo hoy, era viernes, 31 de octubre.

Desde entonces los musgos y los helechos cubren todos los caminos que llevan al antiguo cementerio, pero no han dejado de llegar turistas a la aldea.

Ella se aloja en mí mismo hotel.

-              Perdone, no me daba cuenta de que es posible que no sepa nada de esa fiesta. No está de moda. Ese día, los dos extremos de la rueda se juntan y por eso se dice que se encuentran a la vez los vivos y los muertos.

-   ¿Cómo?

-   Es el fin del verano, hora de evaluación de los frutos de la tierra y de las obras de sus habitantes.

-   Siga, por favor, me parece muy interesante su explicación.

-       Las fiestas suelen estar asociadas a costumbres relacionadas con la naturaleza y la forma de vivir de nuestros antepasados. Como hoy aquel día no llovía, pero el cielo tenía un color plomizo.

No hay riesgo de tormenta.

En el valle se aprecia un extraño silencio. Caminamos por una senda angosta y empinada, hasta cerca de la ribera del rio, hasta que el camino se corta con una pared de troncos en descomposición, que nos impide seguir.

Es una mujer alta, elegante, joven, parece culta.

Yo diría que ha viajado mucho.

Todavía no sé su nombre.

Al parecer ha venido atraída por la leyenda de los siete hombres del traje de paja.

-             ¿Ha oído alguna vez hablar del llanto de la rueda?

No es mi intención asustarla.

-              Se dice que esa montaña está totalmente horadada y que en su interior vive una extraña comunidad de monjes que siguen las creencias de la diosa Anú. Se dice. Solo se dice.

-              ¿Está seguro?

-              Como usted, todos quieren oír las voces de esos monjes, sus cantos, o sus llantos.

Los pendientes de plata de mi interlocutora, se mueven de una manera extraña.

-             No se asuste, eso sólo es un trueno. Entonces el estruendo fue mucho mayor. Pudo oírse más allá de estos valles, y el pequeño rio Pereiro, cerca del que ahora nos encontramos se desbordó.

- Nunca antes había oído hablar a los hombres de traje de paja de algo parecido.

-  Mire hacia arriba.  Hacia la mitad de la falda de la montaña por ese lado, se abrió un descomunal boquete.  ¿Lo ve?

-     Es enorme.

-      De aquellos hombres de traje de paja, solo quedan siete. Todos han muerto. ¿Ve esa especie de bancos de piedra en forma circular?

-      Sí.

-      Allí se sientan todos los días 31 de octubre, como hoy, para escuchar.

-     ¿Para escuchar, qué?

Ella tiene el rostro sobrecogido; su mirada es esquiva.

Abajo siete sombras alargadas sentadas sobre las piedras dispuestas en semicírculo perfecto.

Parecen estar cubiertas con hábitos.

En el valle hay un extraño silencio.

Dicen que cantan.

-      Me gustaría verlos más de cerca. ¿Avanzamos?

Accedo mientras comienzo a descender por una senda aún más angosta.

Siento cercano el ondular de su cabello rubio y largo.

Su agradable perfume, que podría ser semejante al de la diosa Anú me inunda. Camina despacio, detrás de mí, con cierta dificultad, a pesar de las cómodas sandalias que ha traído para la ocasión.

Al cruzar el cauce seco del rio Pereiro, me adelanta con paso decidido para iniciar el ascenso.

-      ¿Como se llama usted?

-      Balbina Fontes -, responde sin volverse

Sigue ascendiendo hasta el segundo repecho, siempre mirando al enorme agujero excavado en la montaña.

Un grito de horror y desesperación se escapa de mi garganta.

-     ¡Balbina!

Una columna de humo se levanta del lugar que pisan sus sandalias, y un aroma sulfuroso inunda el entorno.

Me quedo rígido, mirando al gran agujero. Allí, tras la larga fila de sombras, ella me saluda con una sonrisa cómplice.

Ya en el hotel, compruebo que no hay registrada ninguna mujer con el nombre de Balbina Fontes.

 

 

 

 

Intento levantarla.  Imposible. Pesa Como el mercurio.

Me vuelvo hacia la vasija verde. Igual. La roja y la amarilla, lo mismo. El mismo hedor. Tomo buena nota de la dificultad para moverlas.

Alargando los brazos voy acariciando los espejos hasta  encontrarme con algo que parece una  fisura, una junta.

- ¡Una puerta!

Empujo con suavidad. No precisa esfuerzos para abrirse.

- ¡Escaleras!

Tampoco están en el libro.

Bajan.

De nuevo oscuridad, enfoco con la linterna e intento sujetarme a unas paredes húmedas. Escalones desiguales,  - parecen de piedra-,  los cuento. Uno, dos. Hasta trece.

Un recodo.

Y siguen los escalones. Oros trece.

Creo que he descendido a una  profundidad de dos pisos. Un pasillo. Una luz al fondo, mortecina.

En mi idioma, una voz cavernosa y profunda multiplicada por el eco me pregunta;

-        ¿Quién vive?

Casi  me vuelvo a caer.  Mi voz no me responde, y la pregunta se repite.

-        ¿Quién vive?

Algo parecido a un cuchillo brilla  a la luz de mi linterna.

Los tres  pisos, la maleza del camino la habitación del hotel, donde abandono  mi cuaderno. Todo se queda en el miedo.

No he vuelto a ese lugar. No me interesa que salga mi nombre en los diccionarios de antropología. Nada. No quiero hablar más de ese asunto.

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