Desde las
ventanas de mi hotel se aprecia con nitidez el gran agujero en la falda de la
montaña. Aún se conservan en la cumbre, los restos de algunas cruces del viejo
cementerio.
Fue al
atardecer de la fiesta de Samhain, hace ya veintisiete años.
Cómo hoy,
era viernes, 31 de octubre.
Desde
entonces los musgos y los helechos cubren todos los caminos que llevan al
antiguo cementerio, pero no han dejado de llegar turistas a la aldea.
Ella se
aloja en mí mismo hotel.
- Perdone, no me daba cuenta de
que es posible que no sepa nada de esa fiesta. No está de moda. Ese día, los
dos extremos de la rueda se juntan y por eso se dice que se encuentran a la vez
los vivos y los muertos.
- ¿Cómo?
- Es el fin del
verano, hora de evaluación de los frutos de la tierra y de las obras de sus
habitantes.
- Siga, por favor, me parece muy
interesante su explicación.
- Las fiestas suelen estar
asociadas a costumbres relacionadas con la naturaleza y la forma de vivir de
nuestros antepasados. Como hoy aquel día no llovía, pero el cielo tenía un
color plomizo.
No hay
riesgo de tormenta.
En el valle
se aprecia un extraño silencio. Caminamos por una senda angosta y empinada,
hasta cerca de la ribera del rio, hasta que el camino se corta con una pared de
troncos en descomposición, que nos impide seguir.
Es una mujer
alta, elegante, joven, parece culta.
Yo diría que
ha viajado mucho.
Todavía no
sé su nombre.
Al parecer
ha venido atraída por la leyenda de los siete hombres del traje de paja.
- ¿Ha oído alguna vez hablar del
llanto de la rueda?
No es mi
intención asustarla.
- Se dice que esa montaña está
totalmente horadada y que en su interior vive una extraña comunidad de monjes
que siguen las creencias de la diosa Anú. Se dice. Solo se dice.
- ¿Está seguro?
- Como usted, todos quieren oír
las voces de esos monjes, sus cantos, o sus llantos.
Los
pendientes de plata de mi interlocutora, se mueven de una manera extraña.
- No se asuste, eso sólo es un trueno.
Entonces el estruendo fue mucho mayor. Pudo oírse más allá de estos valles, y
el pequeño rio Pereiro, cerca del que ahora nos encontramos se desbordó.
- Nunca antes había oído hablar a los hombres de traje
de paja de algo parecido.
- Mire hacia arriba. Hacia la mitad de
la falda de la montaña por ese lado, se abrió un descomunal boquete. ¿Lo
ve?
- Es enorme.
- De aquellos hombres de traje
de paja, solo quedan siete. Todos han muerto. ¿Ve esa especie de bancos de
piedra en forma circular?
- Sí.
- Allí se sientan todos los días
31 de octubre, como hoy, para escuchar.
- ¿Para escuchar, qué?
Ella tiene
el rostro sobrecogido; su mirada es esquiva.
Abajo siete
sombras alargadas sentadas sobre las piedras dispuestas en semicírculo
perfecto.
Parecen
estar cubiertas con hábitos.
En el valle
hay un extraño silencio.
Dicen que
cantan.
- Me gustaría verlos más de
cerca. ¿Avanzamos?
Accedo
mientras comienzo a descender por una senda aún más angosta.
Siento
cercano el ondular de su cabello rubio y largo.
Su agradable
perfume, que podría ser semejante al de la diosa Anú me inunda. Camina
despacio, detrás de mí, con cierta dificultad, a pesar de las cómodas sandalias
que ha traído para la ocasión.
Al cruzar el
cauce seco del rio Pereiro, me adelanta con paso decidido para iniciar el
ascenso.
- ¿Como se llama usted?
- Balbina Fontes -, responde sin
volverse
Sigue
ascendiendo hasta el segundo repecho, siempre mirando al enorme agujero
excavado en la montaña.
Un grito de
horror y desesperación se escapa de mi garganta.
- ¡Balbina!
Una columna
de humo se levanta del lugar que pisan sus sandalias, y un aroma sulfuroso
inunda el entorno.
Me quedo
rígido, mirando al gran agujero. Allí, tras la larga fila de sombras, ella me
saluda con una sonrisa cómplice.
Ya en el
hotel, compruebo que no hay registrada ninguna mujer con el nombre de Balbina
Fontes.
Intento
levantarla. Imposible. Pesa Como el mercurio.
Me vuelvo hacia la vasija verde.
Igual. La roja y la amarilla, lo mismo. El mismo hedor. Tomo buena nota de la
dificultad para moverlas.
Alargando los brazos voy acariciando
los espejos hasta encontrarme con algo que parece
una fisura, una junta.
- ¡Una puerta!
Empujo con suavidad. No precisa
esfuerzos para abrirse.
- ¡Escaleras!
Tampoco están en el libro.
Bajan.
De nuevo oscuridad, enfoco con la
linterna e intento sujetarme a unas paredes húmedas. Escalones
desiguales, - parecen de piedra-, los cuento. Uno, dos.
Hasta trece.
Un recodo.
Y siguen los escalones. Oros trece.
Creo que he descendido a
una profundidad de dos pisos. Un pasillo. Una luz al fondo,
mortecina.
En mi idioma, una voz cavernosa y
profunda multiplicada por el eco me pregunta;
- ¿Quién vive?
Casi me vuelvo a
caer. Mi voz no me responde, y la pregunta se repite.
- ¿Quién vive?
Algo parecido a un cuchillo
brilla a la luz de mi linterna.
Los tres pisos, la maleza
del camino la habitación del hotel, donde abandono mi cuaderno. Todo
se queda en el miedo.
No he vuelto a ese lugar. No me
interesa que salga mi nombre en los diccionarios de antropología. Nada. No
quiero hablar más de ese asunto.
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