Las noches caen como placas de hielo, todas iguales, en mi calendario. Y se hunden en la tierra del recuerdo, al margen de toda diferencia.
Lo oscuro no tiene edad. Ya no tiene edad, como los sueños. Como el sueño.
El viento apaga las antorchas.
Se rompen los relojes.
Solo queda lo sombrío.
Lo oscuro y el espejo.
El espejo y el sueño.
Ese sueño que se
repite. Se repite, se olvida y vuelve.
Vuelve envuelto en un
silencio espeso.
Vuelve despacio, sin
ruido y vuelve a sorprenderme.
Despacio, me quedo sin
recuerdos.
No hay luz, no hay nada
en el espejo.
No recuerdo el sueño.
Se alza el telón. Sopla
el viento, fuerte, huracanado.
Claro, - ¡la ausencia
de recuerdos! -, esa es la clave.
Acaricio la madera,
madera marrón, madera de ataúd, y se escapa una nota larga, aguda, amarillenta,
como una lágrima.
Una lágrima diminuta en
la que se disuelve el tiempo como el azúcar,
Se abren mis ojos como
acos de una muralla,
Ya no soy el nieto, ya
no tengo abuelo
Soy el abuelo y no
tengo nietos a quienes contarles cuentos.
Aquella máquina de vapor, del cuento de mi padre se ha parado
en la vía muerta.
Es de noche, otra vez
de noche y hay tormenta.
Los truenos, los años y
el silencio, se agolpan en mis oídos, los machacan.
Ya hay dos ataúdes en
su tierra, mi mano sigue acariciando sus maderas, ahora son dos manos, dos
maderas y la textura es distinta, la tierra húmeda, el aroma dulce agradecido,
el tiempo roto y el sudor amargo.
Ya se que nota es, un
sol de acordeón, un sol mayor que esconde en su interior todos esos ojos. Esas
miradas que me siguen, enseñándome el camino.
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