lunes, 15 de junio de 2020

LAS RAICES 9 DE JUNIO 2020 JOSÉ MARÍA GARRIDO DE LA CRUZ


Me resulta difícil mantener el equilibrio. Las imágenes del bosque suben y bajan según el pie que echo delante. Mis ojos me descubren  unas manos manchadas de sangre. La incredulidad me persigue. Mantengo el equilibrio a duras penas. Me acorrala la tormenta. De lejos oigo los tambores celestiales  que rompen mis oídos.  Sé que  los árboles son el refugio de los rayos. Para superar los escalones de la tierra, me apoyo en un bastón que es a la vez  un amuleto, una reliquia de mi lejana juventud.
Cuelga de mi cinto, una flauta de madera de castaño con tres agujeros. Su música atrae a los fantasmas, a los espíritus malignos. Las gentes se esconden cuando la oyen. Las gentes se esconden cuando me ven. 
En la otra mano llevo un farol con el que espanto la noche.  
Desde que me salieran las primeras canas, escondo mi larga melena en la oscuridad del bosque; lo conozco como el cementerio. Mas que respirar sé qué jadeo, y mi olfato es semejante al de un elefante africano. 
Los vecinos me llaman Clarivel, como a un demonio, pero no me llaman
Mis pies se paralizan.
De aquel ciprés inmenso y centenario de hojas anaranjadas, veo unas manos que salen y parecen querer agarrarme, apresarme. Se me acercan. Son garras. Son los extremos de unos gusanos gordos serpenteantes, gelatinosos, que se mueven con lentitud, pero con decisión hacia mí.
Consigo ponerme en marcha pesadamente.
La tierra se escalona de forma desigual.
La tierra se escalona bruscamente. 
El farol mueve las sombras de los árboles vecinos. El amuleto  gime.
El bosque se queda sin sonidos.  
Las greñas blancas, parecen querer escapar de mi cabeza.
 Llueve sudor, diluvia miedo.
¿Cuántos brazos me acechan?
No tengo dedos ni tiempo para contarlos.
Se agolpan los escalones de la tierra y el sudor.
Los gusanos, gelatinosos, verdes. están por todas partes. 
Solo pensar en la caricia de las garras me estremezco.
La corteza, la textura del tronco es… No sé definirla. ¿Líquida?
Dentro, los escalones se diluyen, olvido el bastón, el amuleto  al lado de una cruz. 
Acaricio la osadía en las arrugas de mi rostro. 
El farol proyecta sombras alargadas, de cuerpos sin cabeza que parecen arrastrarse. Van delante de mí, mejor que no se vuelvan.
El pasillo es angosto, rezuma humedad, hay un pestilente olor a azufre. Olor a muerto.
El farol me traiciona. 
No puedo detenerme. Detrás, están las garras. Avanzan.
Voces, canciones discordantes, gemidos.
Tiro el farol y todas las sombras me amenazan. Mi entorno envejece más, arrugado por la oscuridad.
Los pasillos se entrelazan y se cruzan, como las raíces de un árbol en las profundidades.
Sigo bajando.
Las paredes me oprimen, el suelo cede al peso de mi desconfianza, las garras detrás no me abandonan
Mis pies levitan con el miedo,  sobre ese extraño suelo pegajoso.
Adherido a un recoveco, olvidado tal vez por alguien que nunca quiso estar allí, una bola desprendida de su pelo y de su cuerpo,  semejante a una cabeza humana, vacías las cuencas de los ojos, fija la mirada en mis manos temblorosas, quiere   seguirme con paso muy lento, con unos pies que parecen las venas escapadas de su cuello, no habla, pero  de vez en cuando salta sobre el suelo pegajoso y se coloca a la altura de mi boca, respira, me mira. El aire que expulsa por el hueco de su boca desdentada es fétido. El brillo que se desprende de sus cuencas deshabitadas es abrasador.
Mis manos no consiguen apartarlo.
Se levanta otra vez, me mira, pero ahora tiene cuerpo, un cuerpo luminoso. Lo reconozco. Va descalzo. Como a mí, le falta un dedo en el pie izquierdo. 
Me recorre un  sudor frio como el que baja por las paredes. 
¿Por qué me persigue?  No me puedo parar a pensarlo; tampoco puedo preguntarme que hago aquí, es posible que este sea parte de mi camino. La última parte. Estoy en las raíces.
  ¿Podré volver hacia atrás? El camino de vuelta es más costoso, es cuesta arriba. Entonces, ¿Por qué sigo bajando?  ¿Qué busco?
El techo y el suelo están cada vez más cerca.  No les toco. Floto.  
Floto y bajo. 
Pasan a mi lado las cabezas y los cuerpos, cuando se unen desprenden una luz azul y mortecina que alumbra el pasadizo a modo de saludo. Los huesos al crujir pronuncian palabras que no entiendo, pero hablan. Hablan entre ellos, se entienden y me dejan paso.
Creo que el calor de las aguas sirve para soportar la eternidad.  El sudor es cálido.
! Que extraño, no siento el suelo, ni las paredes, ¡ni el techo! 
¡Me falla el tacto!
Un fogonazo luminoso, una cabeza se junta con un tronco, tiene gafas.
Se mantiene la luz unos instantes. 
Las conozco. Conozco esas gafas.
Quiero correr. 
Detrás las garras me sujetan. 
Se va la luz. 
Me faltan fuerzas para desprenderme de esas garras.
Ahora si noto el suelo gelatinoso.  Se me  hunde. Me hundo, pero ¿Dónde está? ¿Dónde estoy? 
Todo está oscuro, húmedo. Otra vez el dialogo de huesos.
Ahora si lo entiendo. Me dicen que vaya. Que me acerque.
Pierdo el control de mis pies. 
Miro hacia atrás, he andado demasiado camino, ya no tengo pelo, no encuentro la salida. 
Solo me queda abandonarme, seguir bajando, aunque creo que ya he llegado.

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