viernes, 5 de junio de 2020

OS CARROS, E O SAN MARTINHO JOSÉ MARÍA GARRIDO










Fotos de  JOSÉ CARLOS FERNANDEZ-BARJA DOMINGUEZ






El muelle, el almacén y la vieja estación  que hasta ahora había sido conquistada por el deterioro, resplandece convertida en museo.
Y llega el dia del solsticio de otoño, relucientes las piedras, sin la lluvia y sin el musgo, dando paso a la banda de gaiteiros, haciendo los honores a  esa joya de granito que tiene más sesenta años. 
Hoy  cuando ya casi no hay trenes que rompan el hechizo con su humo, no hay maletas, no hay vida,  tal vez   resucite con las gaitas, la queimada y las castañas, el poder de las palabras, los conjuros y la música.
El eco redobla su alegría extendiendo el cántico por todo el valle de A Cunlleira, donde moran los recuerdos.
En el inmenso almacén, pegado al muelle, que tiene tres puertas, una para las meigas,  otra para los locos y la tercera para el druida, están los siete carros cargados con los frutos de la tierra y los doce hombres con sus trajes de paja.
El sol cae  sobre la horizontal de la tarde. Los rapaces juegan a los mismos juegos que jugaban  sus abuelos.  La danza se repite, pero no son los mismos ojos, el mismo sol. Todo parece prestado por los dioses, hasta la vida. La juventud se refleja jubilosa en los carros,  en los trajes y en las gaitas. Como en los mitos y  en las leyendas no saben que se celebra, pero festejan, tal vez porque vuelven a cantar los carros.
Y son ahora las gaitas, las que con sus notas arrastradas  suplican movimiento. Hay que hacerles caso, es el mandato de una vieja costumbre olvidada.  
Ni las nubes,  ni la tierra se resisten al paso lento de los primeros hombres. ¿Música ancestral? No la conozco. Tampoco los rapaces y se callan. Se callan las aves del cielo y las bestias de la tierra ¿Qué dios de nuestros padres estará llorando? No sé si alguien sabrá desvelar ese misterio.
La senda que lleva a la ribera es larga y tortuosa. El paso lento. Las mujeres con sus trajes de luto y de gloria, con campanillas y panderetas bailan porque saben que es la vida.
Con  los trajes de paja de su centeno de siempre, los hombres se adelantan a la muerte sin saberlo, pero la yerba nueva se ha olvidado de sus canas.
Abajo, en lo profundo, en la ribera, el rio gime como siempre, nadie sabe por qué, pero no ha dejado de gemir desde hace siglos. El viento, la tierra, el agua. Es preciso traer el fuego que ilumine la noche para que todos puedan beber de ese divino néctar, hasta emborracharse para no pensar en la duda y las preguntas. Es la fiesta de los carros, esa tradición olvidada de los siglos, o inventada por un loco.  ¿Qué más da? El humo y las llamas revolotean buscando un cielo imaginario, las castañas sin cortar estallan. Cada cual tiene un deseo que arroja al fuego. El puente entre los vivos y los muertos se ensancha y todos lo transitan sin saber en qué sentido.



































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