Y
llega el dia del solsticio de otoño, relucientes las piedras, sin la lluvia y
sin el musgo, dando paso a la banda de gaiteiros, haciendo los honores a esa joya de granito que tiene más sesenta
años.
Hoy cuando
ya casi no hay trenes que rompan el hechizo con su humo, no hay maletas, no hay
vida, tal vez resucite con las gaitas, la queimada y las
castañas, el poder de las palabras, los conjuros y la música.
El
eco redobla su alegría extendiendo el cántico por todo el valle de A Cunlleira,
donde moran los recuerdos.
En
el inmenso almacén, pegado al muelle, que tiene tres puertas, una para las
meigas, otra para los locos y la tercera
para el druida, están los siete carros cargados con los frutos de la tierra y los
doce hombres con sus trajes de paja.
Y
son ahora las gaitas, las que con sus notas arrastradas suplican movimiento. Hay que hacerles caso, es
el mandato de una vieja costumbre olvidada.
Ni
las nubes, ni la tierra se resisten al paso
lento de los primeros hombres. ¿Música ancestral? No la conozco. Tampoco los
rapaces y se callan. Se callan las aves del cielo y las bestias de la tierra ¿Qué
dios de nuestros padres estará llorando? No sé si alguien sabrá desvelar ese
misterio.
La
senda que lleva a la ribera es larga y tortuosa. El paso lento. Las mujeres con
sus trajes de luto y de gloria, con campanillas y panderetas bailan porque
saben que es la vida.
Con
los trajes de paja de su centeno de
siempre, los hombres se adelantan a la muerte sin saberlo, pero la yerba nueva
se ha olvidado de sus canas.
Abajo,
en lo profundo, en la ribera, el rio gime como siempre, nadie sabe por qué,
pero no ha dejado de gemir desde hace siglos. El viento, la tierra, el agua. Es
preciso traer el fuego que ilumine la noche para que todos puedan beber de ese
divino néctar, hasta emborracharse para no pensar en la duda y las preguntas.
Es la fiesta de los carros, esa tradición olvidada de los siglos, o inventada
por un loco. ¿Qué más da? El humo y las
llamas revolotean buscando un cielo imaginario, las castañas sin cortar
estallan. Cada cual tiene un deseo que arroja al fuego. El puente entre los
vivos y los muertos se ensancha y todos lo transitan sin saber en qué sentido.
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