Vasili Ajmátov vive en un caserón grande, frío, desangelado, a
mitad del camino del cementerio. Nadie sabe los años que tiene, ni a qué se dedica. Lleva un pequeño espejo
redondo a todas partes y cuando nadie le ve, le lanza furtivas miradas.
- ¿Soy yo? - se pregunta
-, Imposible. No soy escritor. Ojalá lo fuese.
La imagen que le devuelve es siempre la misma, le recuerda al rostro de Kafka tanto en las noches de
plenilunio como en las tardes de tormenta. Un rostro, solitario y taciturno.
Nadie viene a verle desde hace años. por eso pasa las tardes dando
largos paseos por el camino del desfiladero, donde los peros dejan caer sus
extraños y amargos frutos en otoño. Va acompañado de su cuchillo de monte. Su
hoja tiene desde hace tiempo un color arrebol
y le gusta utilizarlo despacio, con cierta parsimonia, sobre todo cuando ya no
grita.
La última vez, tuvo que limpiar el mango como un carnicero. Recuerda
aquellos siete memorables minutos de placer, después de trazar en su piel un
mapa con coordenadas imprecisas como sus propias arrugas.
Han pasado tantos años… se acerca, no le ve, no grita.
Tiene una altura considerable y viste un traje marrón combinado con
el verde.
Sigiloso, se acerca un poco más. Su brazo siente la ternura
mientras acaricia su tronco. Sus dedos siguen levemente las arrugas de su
traje. Es valiente, no se mueve. Está seguro
de que aprecia el latido de su piel. Su mano se va al cinto.
Acerca la punta a sus arrugas, solo tiene que apretar un poco más.
Está solo. Se empina para perfilar su obra sin perder el
equilibrio.
¡El espejo!
Al caer se golpea con una piedra, pero no se rompe. No puede
evitarlo, sus ojos se van hacia su espejo. Un monstruo. Aprieta, no grita, mueve
su mano con delicadeza, hasta que su corazón se desploma.
Es grande como mi puño.
En el vacío que deja, escribe su nombre. Nunca la olvidaré.
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