- Entre lo tolerado y lo prohibido,
- dice en su pregón el ilustrísimo Sr.
alcalde Pedamio -, éste es el primer año que se autoriza aquí esta fiesta para
memoria de la Santa Compaña. para que sirva de recuerdo de la severa
advertencia a las adulteras prostitutas y pecadoras, – seguía –, por estar ya
sí santificada con la presencia de los representantes de Dios en la tierra.
- Y en el cielo por las mujeres de
buena voluntad, escapadas del infierno, para gloria de Dios, Padre, hijo y
Espíritu Santo.
Yo lo oigo detrás de mi padre,
perdido en la pequeña muchedumbre que se agolpa para disfrutar de la fiesta.
A mi lado hay más niños.
Un potente cohete hace explosión en
ese instante iluminando el cielo de una noche primaveral.
Reina un mágico silencio que sólo
se rompe con el fuego.
Al frente arde despacio un gran
muñeco, hecho de cañas y paja atadas con cuerdas y trapos viejos de vivos
colores.
Uno de los curas a modo de
“estadía” o espectro mayor, lo sujeta fuertemente.
A su lado otros dos curas, jóvenes
guardianes, voltean sendos incensarios.
Las mujeres, - y algunos hombres
atrevidos y disfrazados sin permiso del alcalde -, que tienen la cara pintada y
visten túnicas largas, negras y amarillas. se acercan al gran muñeco y
encienden cada cual su propia vela.
Unas a la espalda y otras haciendo
un extraño y milagroso equilibrio sobre la cabeza llevan sacos de esparto
cargados de erizos del castaño y calabazas, con los que se disponen a apedrear
al diablo.
Asustado veo como se forman dos
filas, mientras un intenso olor a incienso y cera se extiende por la montaña.
Ya no tengo miedo a los truenos.
El estallido de un nuevo cohete en
la noche, y la orden inapelable del alcalde, basta para que la comitiva e ponga
en marcha.
La sotana negra, larga, abotonada
hasta el final del estadéa, apenas le deja correr, y tropieza y cae, y se
levanta.
Y vuelve a caer varias veces, pero
se revive, y sigue su escapada.
Aquella serpiente de fuego y música
fantasmagórica, ancestral, se escurre despacio ladera abajo, hacia el río,
mientras vuelan erizos y calabazas hacia delante.
A medio camino, al llegar al viejo
puente de piedra, se detiene.
Echan de menos a Aurora y al
Anizeto.
Ya son mayores, aunque no ancianos.
No están entre los disfrazados.
Un nuevo estampido en el cielo
confirma su sospecha, su ausencia.
Se ha levantado viento, pero no
llueve.
Los cuatro elementos se conjuran.
El mayor de los curas, el más
viejo, el estadéa, se encarama sobre una roca de pizarra, en un extremo del puente, y acecha.
Desde abajo le vemos con nitidez
Tiene un aspecto siniestro.
Con la mano izquierda levanta la
cruz de madera negra. con la derecha, la antorcha que ilumina el cielo.
Aúlla como los lobos, para llamar a
los ausentes.
Después de nombrarles tres veces,
en espaciadas secuencias, y sin que haya respuesta alguna, la comitiva pone
otra vez en marcha a ritmo de gaitas y de tambores.
Su sombra se hace larga como la de
los siete acebos que abajo coronan una
especie de atrio, donde otro grupo de músicos recibe a la comitiva.
Abajo, en el centro a modo de
altar, - donde nos encontramos -, una gran mesa de piedra sobre la que descansan varios sacos de
castañas y dos grandes toneles de vino.
Cada mujer, atada al refajo, lleva
una vasija que hace sonar al ritmo de la música, en la que dará de beber a su
hombre.
Aurora y Pepe Dieguez no aparecen,
y el cura sigue aullando desde la roca, entre los s sonidos de las vasijas, de
los tambores y de las gaitas.
Silencio. Llegan los hombres.
El Alcalde Pedamio, el único sin disfrazar, aunque con su traje y sombrero
negro, es el último en entrar en la
explanada y alzando la Bara de mando, señala al viejo cura, pidiéndole permiso.
Él baja la antorcha y la cruz, en
forma de asentimiento, que es saludado con la explosión de un nuevo cohete.
Entonces, los dos ausentes hacen su
entrada en el atrio cada uno por un extremo.
Ella aporta el jarro de vino y los
erizos, él la azada y la guadaña.
Son recibidos con un enorme aplauso
y se enciende la fogata en el centro de la
explanada.
Los curas y el alcalde presiden la
ceremonia.
Las castañas al fuego se hinchan y
crecen como la vida, hasta que estallan como la muerte, pero el vino resucita a
los muertos y anima la fiesta.
Mi padre me da un puñado de
castañas, y yo lo siento como si fuera un sueño, pero no me deja beber.
Dice que el agua es mala con las
castañas asadas.
Yo le hago caso.
Acabadas las danzas y la comida,
subimos hacia la aldea, deprisa por temor a la lluvia y a los lobos.
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