miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA HERENCIA

           Con mi abuelo aprendí a leer desde bien pequeño.
Pronto empezaron a gustarme los libros de ciencia.
Cuando él murió en 1960, llevaba colgado al cuello un crucifijo de plata. 
Lo recuperé tras abrir el testamento. 
Lo guardé en una caja de madera de nogal, con mucho mimo.
Una y otra vez, la noche vuelve a atraparme a través de las ventanas de mi laboratorio.
Pero también me dejó como herencia una insaciable curiosidad.
Él no quería morirse, deseaba seguir contándome cosas, siempre.
Recuerdo que una tarde me enseñó un artículo de la revista de divulgación científica Modern Mechanix, titulado “El secreto de Edison”. El inventor de la bombilla eléctrica. Según ese artículo estuvo más de diez años, trabajando sobre su “máquina para hablar con los muertos” A partir de entonces mi obsesión fue seguir hablando con mi abuelo.
Frente a la mesa una potente cámara de video capta cualquier movimiento que se produzca en torno a la elipsoide translúcida y sicorgánica de acetato de polivinilo.
He tardado cinco años en construirla.
Si como defendían los alquimistas del Renacimiento, la vida que nacía en Oriente se acababa en Occidente, mi ingenio, “el sicómetro de Adino Aviráz”, el judío alquimista que me la inspiró debe de girar de forma estricta, acompasada, en sentido contrario a las agujas del reloj, para regresar a la vida y quedar sujeta únicamente a las vibraciones del azar.
Ocho mil setecientas sesenta y seis vueltas al año. Una a cada hora. Es exacto, como un reloj de sol, las va sumando una a una. 
Dentro un vibrómetro tipo PCE-S 40, de alta fiabilidad, un oscilógrafo de rayos catódicos de Philipp Lenard, y un potente micrófono conectados ambos, vía on-line a un ordenador
Me gusta trabajar en la oscuridad. 
Por eso he colocado el crucifijo del abuelo en el extremo más occidental de la estancia, cinco minutos antes de las doce de la noche.
Yo no soy supersticioso. 
La impaciencia me hace sudar. 
Mañana es el aniversario de la desaparición de mi abuelo. Está a punto de comenzar el día.
Frío. Un frío extraño.
Me quedo paralizado.
El S 40 se sobresalta
Respiro. 
Es el estruendo de un trueno. 
Apenas he percibido el resplandor del rayo. Un alarido metálico. 
Un silencio sobrecogedor. 
La lluvia repiquetea en los cristales.
Otro rayo, esta vez más fuerte.
Los aparatos se vuelven locos. 
El sudor me inunda el rostro.
Intento observar la pantalla del ordenador. 
Líneas continuas y confusas, como una sierra, rasgan mi tranquilidad y mis nervios.
Sobre la pared más próxima al poniente aparecen lentamente unas manchas de tonalidad rojiza, luego amarilla, y por fin ocre.
Son piezas de un puzle que se va armando despacio, muy despacio.
Primero los pies… No puedo moverme.
Las piernas me duelen.
El cuerpo frío.
Los brazos rígidos.
La cabeza cubierta por su gorra negra de siempre, mirándome.
Todo se mueve.
El sicómetro registra una vertiginosa actividad.
Truenos. Más rayos, y yo paralizado, no sé si estoy vivo o muerto.
Es él. Mi abuelo me mira fijamente.
Parece que quiere hablar.
La tormenta amaina por momentos.
El crucifijo sigue oscilando acompasadamente al ritmo del sicómetro.
Desde los altavoces del ordenador, solo se oye una palabra nítida. 
-      ¡Ven! 
No recuerdo más que el golpe seco de mi cuerpo contra el suelo.
Todavía no he podido volver al laboratorio.
El sicómetro debe de seguir funcionando.



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