Pronto
empezaron a gustarme los libros de ciencia.
Cuando
él murió en 1960, llevaba colgado al cuello un crucifijo de plata.
Lo
recuperé tras abrir el testamento.
Lo
guardé en una caja de madera de nogal, con mucho mimo.
Una
y otra vez, la noche vuelve a atraparme a través de las ventanas de mi
laboratorio.
Pero
también me dejó como herencia una insaciable curiosidad.
Él
no quería morirse, deseaba seguir contándome cosas, siempre.
Recuerdo
que una tarde me enseñó un artículo de la revista
de divulgación científica Modern Mechanix, titulado “El secreto de Edison”.
El inventor de la bombilla eléctrica. Según ese artículo estuvo más de
diez años, trabajando sobre su “máquina para hablar
con los muertos” A partir de entonces mi obsesión fue seguir hablando con mi
abuelo.
Frente
a la mesa una potente cámara de video capta cualquier movimiento que se
produzca en torno a la elipsoide translúcida y sicorgánica de acetato de
polivinilo.
He
tardado cinco años en construirla.
Si
como defendían los alquimistas del Renacimiento, la vida que nacía en Oriente
se acababa en Occidente, mi ingenio, “el sicómetro de Adino Aviráz”, el judío
alquimista que me la inspiró debe de girar de forma estricta, acompasada, en
sentido contrario a las agujas del reloj, para regresar a la vida y quedar
sujeta únicamente a las vibraciones del azar.
Ocho
mil setecientas sesenta y seis vueltas al año. Una a cada hora. Es exacto, como
un reloj de sol, las va sumando una a una.
Dentro
un vibrómetro tipo PCE-S 40, de alta fiabilidad, un oscilógrafo de
rayos catódicos de Philipp Lenard, y un potente micrófono conectados ambos, vía
on-line a un ordenador
Me
gusta trabajar en la oscuridad.
Por
eso he colocado el crucifijo del abuelo en el extremo más occidental de la
estancia, cinco minutos antes de las doce de la noche.
Yo
no soy supersticioso.
La
impaciencia me hace sudar.
Mañana
es el aniversario de la desaparición de mi abuelo. Está a punto de comenzar el
día.
Frío.
Un frío extraño.
Me
quedo paralizado.
El
S 40 se sobresalta
Respiro.
Es
el estruendo de un trueno.
Apenas
he percibido el resplandor del rayo. Un alarido metálico.
Un
silencio sobrecogedor.
La
lluvia repiquetea en los cristales.
Otro
rayo, esta vez más fuerte.
Los
aparatos se vuelven locos.
El
sudor me inunda el rostro.
Intento
observar la pantalla del ordenador.
Líneas
continuas y confusas, como una sierra, rasgan mi tranquilidad y mis nervios.
Sobre
la pared más próxima al poniente aparecen lentamente unas manchas de tonalidad
rojiza, luego amarilla, y por fin ocre.
Son
piezas de un puzle que se va armando despacio, muy despacio.
Primero
los pies… No puedo moverme.
Las
piernas me duelen.
El
cuerpo frío.
Los
brazos rígidos.
La
cabeza cubierta por su gorra negra de siempre, mirándome.
Todo
se mueve.
Truenos.
Más rayos, y yo paralizado, no sé si estoy vivo o muerto.
Es él. Mi abuelo me mira
fijamente.
Parece
que quiere hablar.
La
tormenta amaina por momentos.
El
crucifijo sigue oscilando acompasadamente al ritmo del sicómetro.
Desde
los altavoces del ordenador, solo se oye una palabra nítida.
- ¡Ven!
No
recuerdo más que el golpe seco de mi cuerpo contra el suelo.
Todavía
no he podido volver al laboratorio.
El
sicómetro debe de seguir funcionando.
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