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No parece una gran dama de
la corte imperial, sino la propia emperatriz.
Ronda los setenta.
A sus pies Magdalena-Sofía,
apenas once años, rubia, observa un retrato que adorna una de las paredes de la
estancia.
- Al pintor se le olvidó
inmortalizar a mi hija -, comenta la abuela señalando el cuadro -, entonces yo
tenía veintiocho, y él quería que yo fuese la única protagonista.
Observo el cuadro en
silencio.
La ventana abierta, ella
inconsciente en el suelo, la policía, la silla de ruedas su llegada a aquél
mundo tan distinto., el eclipse de sol de octubre, los encuentros furtivos en
aquella enfermería, después los permisos y por fin la luz.
Tengo que darles yo mismo la
noticia. A eso he venido.
Ahora estaría aquí cerca
comprando un regalo para su hija.
La señora sigue hablando.
> Tuve que posar más de treinta días. Eran dos horas
sagradas sin moverme, después de haber pasado por el suplicio o por el regusto
de la peluquería. Era mi marido, el pintor.
- Tenía que ser muy bueno, -
le digo -, y ahí quedó su obra.
- Sí, pero no dejó rastro de
ella, ni en éste, ni en ningún otro cuadro. Él no la quería.
De sus ojos se escapa una
lágrima casi imperceptible, a través de sus gafas de pasta. Los cristales gruesos disimulan la sensación de
sufrimiento.
Para ella, que se llevasen a
su hija, de aquella manera supuso un trauma que no había superado.
Había recorrido los largos kilómetros que las
separaban, para ir a visitarla muchas veces con
su nieta, pero aquél mundo tan oscuro,
le resultaba cada vez más insoportable.
Siempre había terminado
llorando sin saber muy bien si las lágrimas eran por su hija o por su marido
No quiere hablar, pero yo
conozco la historia.
Recuerdo a su padre. Sé cómo
murió.
Vuelvo a fijarme en el
cuadro, mientras ella sigue hablando por encima del tiempo y del espacio.
No me conoce de nada, pero
estoy en su casa, sentado en el sillón en el que seguramente estuvo su esposo
muchas horas.
- Sofía, ¿Sabes quién es
este señor?
La niña contesta con un
desparpajo que a mí me deja helado.
- El amigo de mamá.
Yo lo interpreto con la
malicia de los adultos y no sé dónde esconderme.
Llueve, pasan de las diez y
media de la noche, y sigo mirando aquel cuadro.
Ella debe estar cerca.
Siento un intenso y extraño
miedo a su intuición, a la vez que me invade una sensación de frio.
“El amigo de mamá”
La ausencia me ha llevado a
aquella casa.
No esperaba encontrarme
aquel cuadro. Me sobrecoge.
- Sofía, ¿tocarías algo con
tu violín para el señor? Algo que te guste.
- A mí me gusta el vestido
blanco de Ballet.
Todos nos reímos, pero
detrás de la risa hay algo que no cuadra.
- ¿Por qué?
- Me lo regaló mi mamá
La pequeña se echa al hombro
su violín y con decisión acomete los primeros compases de la Sinfonía
Fantástica de Héctor Berliotz
-Todos los días rezamos
juntas el rosario – continúa la abuela -, para ver si puede estar pronto entre
nosotros.
- ¿Tiene alguna noticia?
Sus ojos no se apartan de
mí, me examina, me escudriñan, como queriendo adivinar mis pensamientos.
Ella tiene fe en Dios.
- Sí. Las cosas van muy
bien. Creo que ésta misma noche estará en casa.
Las dos mujeres se
sobresaltan violentamente.
Llueve intensamente.
-
¡Así sea! -, exclaman entre lágrimas.
-
Eso es cuanto venía a decirles.
Debo marcharme antes de su
reencuentro. Será un momento íntimo.
Miro el reloj de pared. Son
las doce de una noche cerrada, y yo me levanto para despedirme.
Es un segundo piso.
Bajo despacio la escalera,
mientras oigo que alguien sube en el ascensor.
Sin duda es ella.
Pasados unos momentos, oigo el sonido de mi
teléfono. - Ernesto, vuelve, por favor, tienes que explicarles a mi madre y a
mi hija, cómo has conseguido mi libertad.
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