Relato
de ficción
-¡Que nuestro dios castigue al opresor!-
Exclamó Rana Shubari al poner el pie frente al mercado central de Jerusalén
Oeste, allí en la parada del autobús número 24, que aún resistía estoicamente a
la destrucción absoluta.
Esas palabras, en boca de una mujer joven
rodeada de niños, suenan como una alabanza a los mártires de “Al Aqsa”. Solo
así puede explicarse el ansia de muerte en plena vida, en plena juventud.
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Cualquiera de ellas puede ser la siguiente en
la llamada. Puede ser enviada en cualquier momento hacia su último destino,
¿Que importan cinco minutos más de vida, en la incertidumbre del próximo paso?
A pesar de su juventud, es una mujer forjada
por el sufrimiento, como sus compañeras de campaña. Ella colabora con su pueblo
como sabe hacer, confeccionando ropa para los hombres... pero ahora han matado
a todos los hombres... también a su hermano Mohamed.
Y a Mírian.
En el Campo de Refugiados de Yenin, [i]donde
nació, aprendió durante más de dos años a amar la vida. A despreciar la muerte.
A ofrecer a su pueblo, todo cuanto tenia, todo cuanto le quedaba, después de
haber sido despojada de todo.
Pertenecer a la Brigada Especial “Wafa Idris”[ii] era un
gran honor. Cuando la admitieron hizo una ofrenda a Alá en Acción de Gracias.
Había perdido toda esperanza de futuro, pues su calendario tiene un día
señalado... un día en el que alcanzaría la gloria. Viernes 129 de Mujarram del
1.423.
A partir de entonces compartirá la gloria con
sus hermanos.
Antes de cumplir veintiséis años, mucho
antes, tenía ya demasiado uso de razón.
Aquella tarde, un viernes azul de Abril, día
santo para el Islam, miró al cielo y le preguntó a Ala si la situación de su
pueblo era justa. Desde las alturas de la divinidad, el silencio de su Dios se
hizo patente. Entonces miró a la tierra... A la tierra prometida. Hacia la zona
verde. A su Jerusalén arrasada. Tampoco era justo lo que el humo le dejaba ver:
ambulancias cadáveres y ruinas. No. Tampoco era justo. Se abrochó
cuidadosamente el cinturón, y miró su reloj, las 15, 27. Faltaban
aproximadamente tres minutos para que llegase el autobús. En aquellos momentos
había en la calle poca gente y mucho miedo. Todos recelosos. Todos asusta-dos.
Miró a un grupo de mujeres... cualquiera de
ellas, puede ser la siguiente en la lista. Puede ser enviada en cualquier
momento hacia su último destino... ¿Qué importan cinco minutos más de vida, en
la incertidumbre del próximo paso?
Minutos antes, cuando se encontraba en el
mercado central de Mahane Yehuda, una de ellas, se dio cuenta del gesto y salió
corriendo despavorida. Tardó escasos segundos en desaparecer. Salvó de esta
forma su vida y, tal vez, la de muchos más.
Tuvo que escapar. Había soldados apostados
con sus armas automáticas observándolo todo minuciosamente.
Rana
Shubari [iii] había
decidido convertirse en mártir.
Había cambiado los lapiceros por las piedras
y se había unido a la “Intifada”. Necesitaba un pedazo de tierra para vivir...
Ansiaba vivir en paz, pero los tanques
machacaban diariamente su ilusión hasta dejarla huérfana. En aquellos momentos
necesitaba jugar como una niña, jugar como nunca había jugado.
Pero los F-16 ensordecían sus incipientes canciones y sus cortas carreras. Habían acabado entre todos con sus amigos y con sus hermanos. Cinco. Todos, absolutamente todos muertos.
Pero los F-16 ensordecían sus incipientes canciones y sus cortas carreras. Habían acabado entre todos con sus amigos y con sus hermanos. Cinco. Todos, absolutamente todos muertos.
También su hermana Mirían, a la que veía
todas las tardes a la caída del sol, allá en el horizonte, con su melena negra
y sus ojos cargados de interrogantes que no había sabido resolver. Estaba como
esperándola allí.
Precisamente allí, y solo faltaban unos
minutos, --- muy pocos ya ---, para el definitivo encuentro familiar.
Cuando se dio cuenta de que se había quedado
sola estuvo a punto de aplazar la operación, pero ahora, sus ojos, --- los ojos
de su hermano ---, estaban cargados de lágrimas, allí, a la sombra de tanta
oscuridad. No cabía ya pues, la incertidumbre. La duda estaba de más. Había
tomado una decisión irrevocable. Su vida no valía nada.
Podría durar tal vez cinco minutos más, dos
días quizás, pero, ¿Eso era el futuro? No. Indudablemente no. ¿Esa era la
tierra prometida?
No.
Antes de cumplir dieciséis años, mucho antes. Tenía ya demasiado uso de razón,
y había usado ya demasiado la razón, en aquel mundo sin razón.
Recordó entonces aquella imagen de niña traviesa reflejada en el espejo de su cuarto, años atrás, cuando vivían en una relativa calma en el campo de refugiados de Sabra.
Entre la inconsciencia infantil y la relativa
tranquilidad que se respiraba, pudo crecer a trompicones, salpicados de sangre
y cañonazos...
Realmente, no recordaba cuando había sido
niña, ni siquiera en una corta escena reflejada en un espejo.
Buscó a su hermano, un año y medio mayor que
ella. Le recordaba moreno, con sus ojos negros de profunda mirada, cargada de
interrogantes, que no había sabido resolver... alto, bien parecido. Era todo un
hombre.
Él, la había precedido en su sacrificio y,
como él, besó la tierra, mirando a la Meca antes de morir.
Algún día, tal vez pronto, otros seguirían su
ejemplo.
Aunque sabia cual era su auténtico paradero,
siguió buscando y buscando. Hasta un minuto antes de que llegase el autobús.
Pronto estaría con él y con sus padres. Dando un ligero giro volvió a palparse
el vientre comprobando que todo estaba en orden.
Volvió a mirar al cielo, pero tampoco
encontró a Ala. Debía de estar luchando, entrenando a algún niño, o tal vez,
preparando a los futuros mártires de Al Aqsa. El humo había cesado, pero
sonaron ahora las agudas notas de la ambulancia de la media luna roja. Después
unos disparos deteniendo al coche... miró a la Meca.
La tenía demasiado cerca para verla. El
polvo, las ruinas y los olores a orín y a cadáveres amontonados, invadían todas
sus excasas ganas de vivir.
Sudaba. Aunque su sudor no se debía al
intenso calor del medio día. Ella lo sabía bien. Sudaba de la misma forma que
cuando recibió el encargo de Yusuf, uno de los jefes de “Las Brigadas de los
Mártires de Al Aqsa”, grupo vinculado al partido gubernamental Al Fatah, para
autoinmolarse ese día, precisamente ese día que por fin, había llegado ya.
¿Cuantos maestros en el valor había tenido ya
desde que decidió entregarse por su pueblo? Pensativa, fue posando su memoria
sobre el rostro de cada uno de ellos, los más cercanos... todos patriotas
árabes. Pensó en las tres mujeres de su mismo grupo que la habían precedido. Eran
realmente mártires. Siempre había estado orgullosa de ellas.
Sudaba, mientras los sionistas ultraortodoxos
del barrio contiguo preparaban la fiesta a su Dios, el sagrado Sabath y ella,
mientras tanto, no tenía paz, no tenía Dios, no tenía tierra, no tenía nada.
Pero como ellos, también se sentía orgullosa
de pertenecer a su pueblo.
Cuando los soldados pasaron a sangre y fuego
a sus padres, ella decidió tomar como padres adoptivos a Yasir Arafat, y a Wafa
Idris. Eran un gran ejemplo para ella. Eran, en realidad, los padres del Estado
Palestino, un estado que al final tendría que florecer, pese a la oposición de
los americanos y de los sionistas, sobre el rojo de su propia sangre.
Aunque todos los hombres habían sido asesinados, su embarazo no era esta vez de vida, sino de liberación. Palpó el cinturón que llevaba adosado a la cintura comprobando que estaba listo ara ejercer su función.
Aunque todos los hombres habían sido asesinados, su embarazo no era esta vez de vida, sino de liberación. Palpó el cinturón que llevaba adosado a la cintura comprobando que estaba listo ara ejercer su función.
Tenía la mente en blanco. Tan blanca como la
nube de polvo del desierto. Aquella nube que por la mañana la había acompañado desde
el Campo de Refugiados, --- el Campo de concentración o de exterminio --- hasta
el centro de Jerusalén, por el camino de Burquim, un pequeño pueblo situado
solo a cinco kilómetros, que se hace normalmente a pié, sorteando las minas, en
las carreteras principales. De aquel campo solo quedaban cenizas y recuerdos
tras el asedio de las últimas semanas. Y eso era lo que ella tenía en la mente
en aquellos instantes.
Asomaba, ya pasada la curva, el autobús de la
línea número 24, el que le llevaría a su último viaje. Su mente se quedó en
blanco. También su cara palideció tenuemente. Poso una mirada tranquila en el
ultraortodoxo barrio cercano de Mea Sharim. En aquel barrio mísero se centraba
buena parte del colectivo judío, que odiaba a Yasir.
Fue suficiente que Rana Shubari pusiera su
pié izquierdo en el segundo escalón del autobús para que este terminase su
viaje, para que todo el pueblo palestino saltase hecho añicos nuevamente,
mezclándose su sangre, con el sudor, el hierro el odio, los gritos de dolor, y
la sed de venganza en medio de la calle Haifa, tan vigilada por los soldados
sionistas. El teléfono de Yusuf sonó insistentemente. Nuevas vidas deseaban ser
entregadas a la causa.
Todas las emisoras del mundo mencionaron su
acción en un instante, pero todas, absolutamente todas se olvidaron de decir su
nombre. --- ¿Importaba realmente a alguien el nombre de una terrorista
muerta?---. No. Pasó a la historia, conquistó la gloria de forma anónima, casi
de forma vergonzosa, o al menos así la pintaron los medios de comunicación de
los países civilizados, pero pese a todo y a todos, la Brigada Especial “Wafa
Isdris”,[1] aumentó
notablemente sus filas.
“Un
nuevo atentado suicida provocó ayer la muerte de seis personas que esperaban un
autobús.”
El estruendo de los aviones no se hizo
esperar mucho tiempo. Sin duda castigarían nueva y duramente a los campos de
refugiados, sobretodo a Yenin, de donde había salido la última terrorista.
En la amplia calle Heleni ha Malka, grupos de
judios, jóvenes, se juntaban otra vez para buscar a los palestinos. Necesitaban
vengar la muerte de sus hermanos. Otra vez más se repetían las carreras las
detenciones, los interrogatorios a los transeúntes... Otra vez la sangre
inocente del pueblo israelí se juntaba con la sangre - inocente también -, de
los palestinos indefensos, y las ruinas de aquella vía, principal, que unía las
dos ciudades, era testigo mudo de una singular violencia sin razón, y
aparentemente sin final.
Luego el diario, que no era excesivamente
sensacionalista se explayaba en las noticias de carácter político y las
presuntas consecuencias de aquella inmolación, con la diferencia, de que como
pertenecía a los países del Bloque Globalizado, a inmolación, no le llamaba
sacrificio por un pueblo, sino simplemente acto terrorista. Pero nadie
conocería nunca la historia real de Rana Shubari.
Per nadie, nadie, sabia mi secreto. Rana
Shubari, tendría unos veinte años, cuando en la Universidad aquella tarde de
abril, --- solo seis años antes, pero exactamente seis años ---, me trasmitió
todo el deseo de paz que guardaba en su alma el pueblo Palestino.
Ella me reveló a mí, precisamente a mí, el
deseo que tenía de regresar a su país, después de haberse formado en
humanidades y psicología, para afrontar una nueva vida, una pesada carga de
lucha en favor de la proclamación del Estado Palestino.
Ella, si, precisamente ella, me explicó a mí,
quienes eran los señores de la guerra, y quienes eran los que realmente
buscaban realmente la paz.
Luego se fue a su país, y me dejó un hermoso
recuerdo. En mi casa guardo todavía aquella media luna roja símbolo de
fraternidad de todos los pueblos.
Por eso hoy, cuando ya se ha ido, cuando ha
realizado su sueño, cuando se ha reunido con su pueblo, cuando he visto en la
prensa el nombre de su pueblo, escrito con su sangre, he sentido una inmensa
paz interior, semejante tal vez a la de todos los muertos, semejante quizás a
la que puedan sentir en este momento todos los mártires de “al Aqsa”, y me he
alineado por primera vez en el otro bando, en memoria y honor de la que en otro
tiempo fue mi amiga Rana Shubari
Descanse en paz, y se cumpla su deseo.
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