Ese color de sol, azul, intenso, oscuro, presagio de un invierno destemplado, se me acerca a través de los cristales, me persigue despacio, como si quisiera acariciarme con su frío y me rompe la mirada. Ese olor a sol oscuro, a tierra removida, refugio de alimañas, me envuelve y me desborda. Ese sabor a tierra traicionera, a saliva amarga, a veneno cercano y tentador, disloca mis sentidos, haciendo chiribitas en el aire, bailando todos al unísono, bailan con mi sombra, como un arlequín desorientado.
Yo soy el arlequín, yo soy la
sombra de la noche, escondido y cobarde, tras esos cristales, que me separan
del abismo.
Pongo mi aliento en la ventana,
el pan y el hambre, la sed y la fatiga, para respirar la vida y siento la
distancia. Ruge la tormenta. Es la guerra de los dioses. Es la guerra. La dura batalla ante el espejo en solitario.
Nacer y morir son mis verbos naturales, sólo míos, extremos de un puente incidental
que estoy cruzando, sin saber de sus orillas ni del tiempo.
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