Ignacio
Rivas, coordinador de la tertulia de relatos
“Luis Cañadas” de Madrid, físico de profesión, leonés de pura cepa, del que
apenas sabemos algo, vuelca su afición en la creación literaria en forma de relatista, en la cual se
nos presenta como un maestro, pese a la poca
experiencia, que dice tener en el arte de escribir.
CRISIS
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Después, la floristería. Y sí, las flores, con las que siempre
habíamos mantenido una relación distante, de la noche a la mañana entraron a
formar parte de nuestra vida. ¿Cómo podíamos haber vivido antes sin aquellos
preciosos ramos de rosas rosas, claveles y margaritas que tanta alegría y tan
buenas vibraciones producían a nuestra casa?
Rosas a domicilio. “Una rosa, un euro”. ¿Quién no tenía un euro para
alegrarle la vida a alguien? La idea era buena, y esta vez iban a por todas.
“Mejor muchos pocos, que pocos muchos”, era la filosofía. Rosas rojas para la
pasión, amarillas para la alegría, azules para el agradecimiento, blancas para
la pureza y el amor eterno… Pero tampoco…, la gente arrastraba preocupación y
amargura y no parecía estar para muchos romanticismos. “¡Sí que estamos
nosotros para rosas!”, decían muchos cuando le llamaban a la puerta.
¿Cuál
sería el próximo? ¿Por dónde saldrían? Mejor: ¿por dónde saldría papá esta vez?
Apostábamos mi hermano y yo: una carnicería, una lavandería, una pastelería…
No. Nada. Después del fracaso de la floristería, papá se fue apagando
lentamente, hasta que se hundió definitivamente en el sillón. Ni siquiera el
futbol, ni su colección de sellos… Papá se trasladó a un mundo de zapatillas,
chándal y bata de casa, un mundo de silencio y cabeza caída.
Pasaban
los días y entraban y salían policías con cartas, que papá se negaba a firmar.
Algo iba mal. A mamá se le estaba poniendo el pelo blanco. ¿Qué pasaba? “Ya no
me quedan lágrimas”, decía, y seguía llorando. Al principio se encerraba en el
baño para que no la viéramos, pero llegó el momento que le daba igual hacerlo
delante de nosotros. Y era triste verla, muy triste, pero ver a papá hundido en
el sillón, quieto como una estatua de piedra, era descorazonador. “El sufre, no
creáis que no. Sufre tanto que no puede llorar”. Papá no podía llorar, no… ¡ni
tampoco dormir! A cualquier hora del día y de la noche podías ver que tenía los
ojos abiertos. Siempre los tenía abiertos. ¿Qué podíamos hacer para traer a
papa con nosotros, para aliviar, sólo que fuera un poco, su sufrimiento? Nada,
sencillamente esperar, tener paciencia. Paciencia, paciencia, paciencia…, esa
era la palabra estrella de mi diario en aquellos tiempos.
Un
día en el colegio me enteré de que nos iban a quitar la casa. Y dicho y hecho:
antes de que me diera tiempo de pensar lo que eso significaba, nos la estaban
quitando. Papá se negó a levantarse del sillón. “Nos tratan como si fuéramos
garrapatas”, gritó mamá a los policías con toda la rabia que llevaba
dentro. Abajo estaban los “anti
desahucio”. Gente buena. Estaban con nosotros. Gritaban a los del juzgado. Se
enfrentaban con los polis, se ponían delante de la puerta para que no entraran.
Pero no sirvió de nada… ¡nada sirvió de nada! Los polis bajaron a papá en el
sillón por las escaleras, porque no cabía en el ascensor y lo dejaron en la
calle. Papa con su chándal viejo y su bata de casa y sus zapatillas de cuadros
pisando el frío asfalto, ¡qué dolor!
Nos
fuimos a vivir con tía Amelia y tío Carlos y los primos: Jordi y Montse, porque
para eso estaba la familia… Mamá amplió su horario de trabajo: ahora no sólo
limpiaba casas, sino también portales y oficinas, además de cuidaba ancianos… y
si alguien le ofrecía otro trabajo, también lo cogía. Había que seguir pagando
la casa que ya no teníamos. Si ya no era nuestra, ¿por qué teníamos que seguir
pagándola? Nunca lo entendí. Mamá llegaba a casa muy tarde y venía siempre muy
cansada y de mal humor. “Esto no es vida”, se le escapó alguna vez. Pero nunca,
ni en la peor de sus horas, tuvo el más mínimo reproche hacia papá.
Un buen día inesperadamente papá, como si se
despertara de una larga y profunda siesta, dio un bote en el sillón, se puso de
pie y dijo a voz en grito:
- ¡Agricultura ecológica!
Para mamá, detrás de aquella “resurrección” de
papá estaba la mano de Dios, el Dios que tanto se había olvidado de nosotros. Y
aquellas dos palabras pronunciadas por él habrían de marcar a partir de
entonces el rumbo de nuestras vidas. Y así fue como empezamos a hacer las
maletas, y, con mucho dolor de corazón por mi parte, por las amigas que iba a
perder, supimos que teníamos que ir despidiéndonos de aquella ciudad que tantos
sinsabores había dejado en el alma de papá y mamá. Un día de principios de
verano partimos hacia el Valle.
Ya no estaban los abuelos, pero en los
roperos, entre las arcas y las mecedoras de la maltrecha solana, quedaba su
sombra. Olía a alcanfor, a tocino rancio, a tomillo, a orégano, a cuero gastado. Una nueva vida estaba empezando para
nosotros. Todo era viejo e increíblemente nuevo. Tomábamos posesión. Mamá abría
las ventanas para que entrara la luz y sacaba las sábanas amarillentas de los
viejos roperos para lavarlas, mi hermano se columpiaba en el viejo columpio,
medio comido por el óxido, que el abuelo había colgado de las ramas del cerezo.
Yo escribía en mi diario: “Estamos en la casa del Valle”.
Apareció papá con una larga escalera. Iba a
colocar un ramo de laurel en lo alto de la fachada de la casa. Pensaba que con
eso espantaría definitivamente la mala suerte. Cerré mi diario y en silencio me
dispuse a seguir sus lentas y torpes maniobras. Sólo estábamos él y yo. El
subiendo con paso vacilante por aquella empinada escalera y yo sujetándolo con
la mirada.
“Quien pudiera volar” había dicho papá en el
mirador, abriendo los brazos como si fuera un águila que volara planeando sobre
las montañas y sobre el valle que se abría entre ellas. Había mandado parar el
coche y nos bajamos para ver paisaje. Luego añadiría que en aquel estrecho
surco entre montañas que veíamos allá abajo íbamos a ser una familia feliz. Lo
dijo, y en sus ojos cansados se reflejó la dorada luz de la tarde. Mamá quiso
esbozar una sonrisa y le salió una mueca de tristeza, luego miró al
horizonte.
Cuando papá termino de colocar el ramo, se
quitó el sudor de la frente con la mano y desde allá arriba me miró muy
fijamente, luego sonrió levantando el pulgar derecho en señal de victoria. Yo
le correspondí. ¡Pobre papá!
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