Mi padre estaba obsesionado con
que aprendiera inglés. Para que, en el futuro, supiera labrarme un porvenir,
tal y como él y mi madre habían hecho con tanto acierto y esmero. Y así, cuando
fuera mayor, no me convirtiera en un muerto de hambre. O en un precario. O en
un parado. O, mucho peor todavía, en un
votante de Podemos.
Cuando era muy pequeño, mis
padres contrataron a una joven inglesa para que jugase conmigo en el idioma de
Shakespeare. Tampoco recuerdo haber visto nunca dibujos animados en castellano,
pues lo primero que aprendieron del último grito en televisiones que compraron
por aquellos días, fue a programar la función multi-idioma. Y después, por
supuesto, como por nada del mundo podía faltar en mi vida, el colegio
concertado bilingüe.
Hasta aquí, solo hasta aquí,
recuerdo mi historia con alegría y cariño, pues allí conocí a Clarita. Porque,
aunque solo teníamos cinco años, nunca en mi vida sentí una conexión tan fuerte
con una mujer. Era muy joven, es verdad, pero sentí con absoluta convicción que
había encontrado a la madre de mis hijos. Pero para el anglo-obsesivo de mi
padre aquello no era suficiente. Si de verdad quería que aprendiese inglés
alcanzando un nivel superior que me destacara sobre todos los demás, mi
inmersión lingüística debía ser absoluta. Y tenía que ser ahora, que solo tenía
cinco años y una mente fresca e incorrupta. Por eso aceptó, casi en cuanto se
lo ofrecieron y sin consultar con su mujer, aquel puesto en Londres, en la sede
de la multinacional donde trabajaba. Y todo esto contra el criterio y las
apetencias de mi madre, que prácticamente se vio obligada a dejar su trabajo.
“No te preocupes. Me van a
pagar un pastizal. Tendremos dinero suficiente y no hará falta que trabajes.
Nuestro hijo y su educación son lo más importante de todo”
Y así, nos fuimos a vivir a
Inglaterra. Y yo dejé de ver a Clarita, con la que perdí todo contacto. Y mi
madre, por más esfuerzos que hacía, no se acostumbraba a vivir en Londres,
separada de su familia, su profesión, sus amigos y su querido Madrid. Pasados
seis meses, le planteó un ultimátum: o volvíamos o se divorciaba. Pero él erre
que erre con que yo tenía que aprender inglés…
Tal vez por eso, mi padre fue
una de las millones de víctimas del “Google Translator” versión física, tal y como
lo bautizaron sus inventores. De su versión digital en Internet “Google
Translator” pasó a ser también un aparato, un tanto ortopédico, que se
adhería a la boca, con unas ranuras en
el centro por donde salía la voz. Y cuando hablabas, transformaba directamente
tus palabras en las del idioma que habías elegido en la opción de menú. De
forma
que podías comunicarte con
cualquier habitante del planeta sin tener porque conocer ni una sola palabra de
su idioma. Y esto, aunque la voz que salía del aparato era un tanto “Dark
Vader”, resultaba tremendamente útil.
Y más tarde, a medida que Google perfeccionaba y abarataba su invento, cerraban en todo el mundo academias y escuelas de idiomas. Y millones de intérpretes, traductores y profesores de lenguas pasaban a engrosar las listas del paro.
Mi padre no llevaba demasiado
bien lo del divorcio ni haberse enterado de que, no mucho tiempo después, ella
había encontrado pareja. Por lo que, cuando escuchó la noticia de que la
consolidación y expansión del “Translation Physical Google” (TPG) era
imparable, entró en una especie de estado de “sock” y, poco después, de locura
violenta, tirando y rompiendo cuando encontraba a su paso en nuestra casa.
Todavía le recuerdo como si fuera ayer, sentado en una silla, inmovilizado por una camisa de fuerza,
mirándome con esos ojos de lunático y repitiendo, una y otra vez, de manera
rápida y obsesiva “Esperanza Aguirre, Esperanza Aguirre, Esperanza
Aguirre…”
Hoy, en el año 2035, la lacra
del paro no tiene precedentes. De hecho, hay una nueva moda: “el ochenting”.
Consiste básicamente en quedar por internet con un grupo de personas, ver
películas y documentales sobre el problema del desempleo, realizados en los
años 80 del pasado siglo, y partirse de risa.
Los únicos que encuentran
trabajo son aquellos que saben construir, reparar y programar máquinas, por lo
que finalmente, pese a todos los desvelos y esfuerzos de mi padre, yo también
me encuentro desempleado. Obsesionado por los discursos de su querida lideresa
y las maravillas de su enseñanza bilingüe, no
cayó en que la clave del futuro era la tecnología; no los idiomas.
Y sí, soy economista. Y
sí, se mucho inglés. Pero hoy en día hay
potentes ordenadores que saben llevar automáticamente la contabilidad de una
empresa mucho mejor que yo mismo. Y que el más brillante alumno de mi
promoción.
Tampoco tengo novia. El otro
día vi por casualidad a Clarita, paseando de la mano de otro hombre y empujando
un carrito de bebé. No me reconoció, aunque yo sí supe que era ella.
Ojala a la buena señora, en
lugar de tanto colegio bilingüe, se le
hubiera ocurrido, mejor, implantar, por ejemplo, la enseñanza robótica, que
también queda estupendamente en los programas electorales y en los encendidos
mítines del PP. O mucho mejor, la enseñanza androide, enganchando con todos
esos votantes que crecieron con la Guerra de la Galaxias y que, además, son un
montón de gente.
Mi padre no se habría vuelto
loco. Yo sería feliz casado con Clarita. Me habría ahorrado el trauma del
divorcio y no tendría que ir hoy a sellar al INEM.
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