Tumbado debajo de una de las mesas, Roco el perro de
Sebastián, observa, uno por uno,
a todos los clientes del bar.
Tomás el de la gorra de lana azul, sale con un paraguas que
no es suyo.
Inés, la señora mayor del bolso rojo, después de echar unas
monedas en la máquina tragaperras, pretende irse sin pagar el desayuno, como
todas las mañanas, y la camarera la retiene.
Todos la conocen, como a Sebastián.
Y hablan en voz baja.
Sebastián, que es un hombre respetado, no usa la corbata
salvo en los entierros.
Hace ya más de treinta años que ha perdido la mano
izquierda, de un disparo, al negarse a saludar con la derecha.
Por eso años después colocó a la puerta de su negocio dos
ataúdes de piedra y los asesinos huyeron del pueblo. Pero algunos de sus vecinos
todavía no quieren sentarse en ellos.
La lluvia de otoño que golpea fuerte en los cristales deja
indefensos a los sordos, como a Raúl, el hermano mayor de Sebastián, que
barbudo y despeinado, acude todas las mañanas, sin olvidarse del sombrero de
ala ancha, a “Los Ataúdes” a tomar su desayuno habitual: bocadillo de panceta,
y una copa de ginebra, después de comprarle el periódico a su hermano.
Raúl logra enterarse de las conversaciones, pero nadie
quiere desvelarle la preocupación común de los clientes.
Acaba de un trago la copa de ginebra y sale en su busca.
Sigue lloviendo.
No está la silla a la puerta de la tienda.
Tal vez porque llueve.
Es domingo.
Pero eso no importa.
¿O sí?
Llueve y Sebastián no está.
Algunos paraguas de colores se detienen frente a la ventana,
echando de menos al vendedor.
En el centro, una percha de madera, donde siempre estuvo la
corbata negra, hoy está vacía.
A Roco ya no le afecta la lluvia y adelanta a Raúl, que no
puede olvidar la corbata negra.
Se oyen las campanadas del reloj de la iglesia.
Son las ocho de la mañana, y en el pueblo se masca el
silencio.
Corren los años sesenta.
El aguacil, toma, con otros vecinos, el camino del aserradero, que conduce por el bosque
hacia el rio Muerto
Roco sin consultar a nadie, se desvía por la senda, que,
pasado el cementerio, llega al roble centenario, al comienzo de la garganta del
rio.
Conel señor alcalde, los siete mozos del pueblo,
peinan los caminos del sur.
Los monaguillos hacen que las campanas de la iglesia, toquen
a arrebato.
Algunas mujeres se asoman curiosas por las ventanas, al paso
de la señora Inés que va camino torcido de la iglesia, que las pone al tanto de
lo sucedido.
Cuando Don Casimiro, el cura, se prepara para decir una misa,
a la que seguramente no irá nadie, Roco comienza a ladrar cerca del roble
centenario, mostrándole algo que parece una corbata negra, hecha jirones
Raúl con su silbato da la voz de alarma y todos los vecinos
se van acercando al desfiladero
Ha dejado de llover.
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