miércoles, 14 de febrero de 2018

EULOGIO


--- Sí, Begoña, déjame que termine este capítulo. Sabes que estoy enganchado desde los once años… y ésta es una enfermedad maravillosa e incurable.
--- Pero llevas tres horas leyendo.
--- Es que es muy interesante. Se trata de la historia de … 
Ella no me entiende. Si se marchara podría terminarlo. 
El claustro es el único que en su día estuvo cerrado para proteger los frescos originales. Sus cuatro calles se distinguen por el artesonado de su bóveda y por las columnas que lo aprisionan. Marcan los tiempos de la historia. Del gótico al barroco. En el patio central, la torre siempre quieta, los relojes de sol y el cementerio de los monjes. 
Silencios, oraciones y pisadas sordas. “Ora et labora”. Reza y trabaja. 
Entre sus trabajos está guiar al visitante. El hermano Eulogio motiva al neófito a sumergirse en los misterios de la historia. La convierte en algo apasionante.
El monasterio está cargado de luces y de sombras, y la vida en él, aun­que simple, despierta mucha ¿curiosidad? 
Caí en la tentación nada más tras­pasar el arco de la entrada. El túnel, que da al claustro prin­cipal, deja atrás otro pequeño rechazado por Isabel de Castilla. ¿Por qué lo rechazó? El hermano Eulogio se reserva la respuesta. Para gus­tos y silencios hay colores, pero además debe haber otras razones
Están en continua reforma. Ahora toca el coro de la capilla central. Seis años... Pero el sonido de la campana no se confunde con el ruido de los martillos… Las horas vuelan. Las nubes en el cielo dibujan un futuro de eternidad rojizo y vivo.
No sé por qué recordé a Umberto Eco y los alquimistas… Claro, la biblioteca. No se puede preguntar allí por una cuestión tan banal, pero el hermano Eulogio conoce perfectamente las curiosidades de los necios.
--- Aquí también tenemos una biblioteca. Sin duda ustedes habrán leído El nombre de la rosa. ¿Les duele la curiosidad? 
Mis ojos se dilataron como platos... Ha leído mis pensamientos. 
--- Aquellos libros son de película, como algunas vidas... En los conventos normales, sólo se enseña la biblioteca cuando está muerta. La nuestra no se enseña, además este convento no es nor­mal, tal vez por esta razón permanezca viva.
Me deja con tres palmos de narices y bastante más curiosidad. El grupo avanza unos metros. Yo me quedo pensando en su palabra... Él me alcanza en un instante, y continúa:
--- Pero usted tampoco es un visitante normal. ¿Es periodista?
--- No. Soy escritor...  Además, me gustaría quedarme un par de días y conocer la vida en el monasterio.
--- Bien. En ese caso hablaremos mañana. Busque al hermano Martín. Es el hospe­dero. Le conocerá por su barba.  Es de película. --- El hermano Eulogio muestra cierta complicidad.
Martín aparece al instante tras la estatua de un ángel. Es bajito y tiene una barba blanca y luenga. El trámite para pernoctar es rápido. Hay celdas libres. No todos los días ocurre así. Es un hotel de cuatro estrellas, pero no tan caro-
--- De los ocho locos que formamos la comunidad ---me dice el hermano Eulogio, dos están en el hospital y uno de ellos ha ido a visitarles. 
En un principio me resulta extraño comprender cómo son sólo ocho los herma­nos que forman aquel cenobio. Luego advierto que tampoco hay demasiados valientes como para soportar esa vida, llevar ese hábito y ser felices al mismo tiempo.
¿Qué tiene ese hábito que me atrae tanto?
La noche larga, fría e intensa se me escapa. Espero con ansiedad el toque de la campana, Maitines. Tras el rezo, un suculento desayuno. Luego comienza la esperada visita. El comedor oculta tras un armario una puerta estrecha y baja que da acceso a un oscuro corre­dor… Para acercarse a Dios y a la cultura, ha de hacerse con humildad, agachando la ca­beza… 
--- ¡Ya sé por qué las puertas eran tan bajas! 
La escasa luz natural de unas diminutas y aleja­das ventanas, va señalando un tortuoso camino. Como en el libro de Eco.
Otra puerta de roble se abre… Ante mí se extiende toda la sabiduría de más de cinco siglos ordenada en anaqueles de la misma madera
---Es lo que buscaba, ¿no?
Es una biblioteca como cualquier otra, llena de luz, pero con una singular diferencia. Su contenido es único.
Un monje lee ajeno a los visitantes. Es de mi estatura. Parece joven. Mantiene una postura fervorosa. No ha estado en el rezo ni en el desayuno. Allí había cinco, más dos enfer­mos y uno de visita, suman los ocho miembros de la Comunidad… Las cuentas no me salen y la cabeza me da vueltas…
--- No se preocupe --- Eulogio ---, tiene vida eterna. Lleva mucho tiempo dándonos ejemplo. Es un antiguo cartujo. No hablará. Jamás terminará de leer esa obra.  
Acto seguido me ofrece una silla y un libro, “San Bruno, Fundador de los Cartujos. Seis de octubre del año 1.101”. Anónimo. Lo cojo con delicadeza, lo abro por cualquier página y leo con dificultad: 
“Por aquel tiempo había sido nombrado Papa Urbano II, discípulo de Bruno…”
Me está robando el sitio. He de preparar mi plan. Tengo veinticuatro horas. La decisión está tomada. Queda ejecutarla.
Pasada la hora nona, regreso descalzo, descuartizo al monje, me­to su cuerpo de cera en una bolsa de basura, me enfundo su hábito, y arrastro su cuerpo hacia la capilla. Allí otros sacos iguales guardan mi secreto. 
Luego regreso a la Biblioteca y leo. Hasta quedarme dormido. Está claro que yo no tengo vida ni paciencia eterna.
--- No es una buena forma de llegar a la Comunidad, hermano Juan ---, el hermano Eulogio me sor­prende --- Como penitencia deberá reconstruir la estatua y reponerla en su lugar… Tardará mucho tiempo.
María cierra con alivio el libro…se ha quedado en la página veintitrés. 
Ahora ya puedo permanecer en el convento el tiempo que estime conveniente. Me quedo tranquilo. Ha descubierto una vocación más. Ya somos nueve a pesar de mi mujer.

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